Una, dos, tres, hasta veinticinco veces
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Y es así, que tras el volante, Ricardo y yo hemos vivimos nuestro predecible e indescifrable cuento. El tucutún, tucutún del corazón, como clave morse, nos permite volver al camino cuando lo perdemos.
POR MARIANA LEÑERO
Por 25 años le he gritado a Ricardo que cierre la puerta cada vez que me estoy bañando. Cientos de veces me he enfrentado a su cara de desesperación cuando no recuerdo el password de Netflix o del banco… No colgar la ropa, no cerrar la pasta de dientes, perder las llaves. Dejar abierto el cereal, no contestar el celular, migajitas y abolladuras en el carro, quedarse dormido en la parte más importante de la serie. Llorar sin razón, enojarse con facilidad, dejar de escuchar, escuchar demasiado… Aquellas pequeñas cosas que a veces se nos ocurre colocar en el altar de las grandes.
Han pasado 25 años de andar por colinas con florecitas y también con piedras tamaño montaña. Atardeceres, amaneceres y visitas a cuevas oscuras repletas de murciélagos. Variado como en el mercado.
El 18 de mayo de 1996, Ricardo y yo nos casamos. Entonando “adioses” y “bailando” los nuevos holas, agarramos nuestras maletas, nos pusimos los cinturones y arrancamos.
Quienes nos conocen han padecido nuestro secreto. A todo lugar que vamos, Ricardo y yo nos perdemos. Hemos llegado tarde a comidas familiares. Hemos perdido reservaciones en nuestros restaurantes favoritos. Hemos cantado solamente la última canción del concierto que esperábamos por meses. Museos cerrados, jefes enojados, amigos resignados.
Durante estos viajes, como Déjà vu, Ricardo y yo nos repetimos las mismas frases: “era por ahí”, “es la vuelta incorrecta”, “carajo, nos pasamos de la salida”, “no se entiende el mapa”, “olvidamos la dirección”, “no hay señal”, “no me escuchas”. El cuento de nunca acabar.
Pareciera que como los niños queremos escuchar la misma historia. Una, dos, tres, hasta veinticinco veces. No importa si se sabe que Caperucita Roja no llegó a tiempo a ver a su abuelita y se la comió el lobo; o si Blanca Nieves mordió la manzana antes que llegaran los 7 enanos; o si la Bella Durmiente se perdió de su primer beso. Sea cuantas veces sea, los niños se sorprenden, ríen, lloran y piden: “otra vez”, “otra vez”… Acompañados del mismo cuento, ellos disfrutan la vida como si fuera la primera vez. No importa el final sino la historia.
Y es así, que tras el volante, Ricardo y yo hemos vivimos nuestro predecible e indescifrable cuento. El tucutún, tucutún del corazón, como clave morse, nos permite volver al camino cuando lo perdemos. Con vueltas erróneas, con mapas indescifrables, seguimos en la ruta como si la supiéramos. Entre ida y vuelta, inocentes, confiados y sin darnos cuenta nos vuelve a pasar: “era por ahí”, “no me escuchas”, “carajo nos pasamos de la salida”, “no se entiende el mapa”, “olvidamos la dirección”, “no hay señal”, “es la vuelta incorrecta”.
Hay veces que en la ruta aparecen lobos que soplan y resoplan. No importa si estás en tu casita de paja, de palitos o de tabiques, tienes miedo. Amar requiere esfuerzo. Continuar es una elección. Es un cuento impredecible, por más veces contado. Otras veces en la ruta resulta fácil quererse. Pies entrelazados, largas caminatas, montañas y nieve. El café de la mañana, el lunch de la tarde. Un camino con nuestro más preciado cuento: nuestras hijas. Ellas son la historia que queremos que nos lo cuenten una, dos, tres, hasta veinticinco veces.
Hoy el cuento ha convertido en color lo aburrido. En la ruta está la abuela sabia, los adultos que quieren ser niños, los príncipes y princesas atrevidas. No importa cuantas veces sea nos esperan también lobos, brujas y monstros y nos perderemos de nuevo. Es ahí donde la pasta de dientes abierta, la ropa tirada en el suelo, las lleves perdidas, los cereales abiertos, las abolladuras en el carro, la película sin terminar, son nuestra hada madrina. Las pequeñas cosas que permiten querer más. No una, dos o tres veces, sino veinticinco, veintiséis, treinta, cincuenta, setenta, cien, o hasta donde se pueda.