La bala y los niños
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Una carbonería. Foto: Especial
Allí se enteraron que robamos al anciano una enorme bala con la que fabricaríamos un pitito. Un silbato como flautas de carrizo o de barro como las que vendían en los tenderetes callejeros.
POR CARLOS FERREYRA
La única imagen que tengo de la abuela materna, es la de una señora muy morena de nariz recta y afilada, hierática, indiferente y con aires aristocráticos.
En contraste, recuerdo a mi madre, María Elena, corriendo desenfrenada al encuentro de su hijo escandalosamente bañado en sangre. Y luego el abrazo desesperado, la angustia y su vestido, ella tan pulcra, todo con manchas rojizas.
Curioso el recuerdo de la abuela si como me parece, vivíamos en la misma casa o por lo menos en casa tan vecina que era la misma. Su indiferencia al dolor de su hija fue lo que me llamó la atención.
Todo era caos, tres niños con ojos de asombro, sin asustarse y sin entender lo que sucedía.
Casi debajo de las piedras, surgieron los justicieros dispuestos a linchar al carbonero en cuyo dintel de su expendio sucedió todo. Para unos, habíamos sido golpeados con los leños que también vendía.
Pistolas, rifles, machetes y garrotes eran las armas para ajusticiar al criminal. Un linchamiento en toda la extensión de la palabra.
El carbonero cuando se retiró de su negocio, nos encargó a la posible clientela. Se trepó a la carreta donde le hablan llevado las barcinas con el carbón para la venta de la semana.
Se fue a su casa para hacer cuentas y pagar la mercancía. Eso lo salvó porque fue hasta el momento en que un malhumorado, viejo soldado revolucionario, se hizo presente queriendo golpear a su nieto, por cierto el más lesionado.
Allí se enteraron que robamos al anciano una enorme bala con la que fabricaríamos un pitito. Un silbato como flautas de carrizo o de barro como las que vendían en los tenderetes callejeros.
El que asumimos como propietario del proyectil se colocó a caballo en el quicio de una de las puertas, enfrente se colocó el otro cómplice y yo, de pie, apoyado en mis rodillas, mirando el procedimiento.
No sé cuántos martillazos alcanzamos a dar, tratando de abrirle agujeros con un clavo. Fue una luz blanca, cegadora y un estruendo que nos atontó.
En verdad no entendíamos qué pasó. Miraba en la punta de mi nariz una fuentecilla de sangre, continua; uno de los niños se apretaba la entrepierna pero sin quejarse, una esquirla le perforó su colita.
Y el principal miraba asombrado sus dedos floreados pero completos. Ni siquiera se nos ocurrió llorar. Fue cuando vi llegar a mi madre, deshecha y a una tía del perforado. Y claro, al vejete desquiciado.
Regresaron los expedicionarios que deseaban con la mayor pasión de sus almas, encontrar al carbonero para hacer un escarmiento público que nunca se olvidara.
Al enterarse que éramos la consecuencia de una imprevisible explosión, culpa nuestra por lo demás, hubo gran decepción que terminó de sepultar la presencia de la julia, la panelmugrosa que usaba la policía para levantar borrachines.
No existía Cruz Roja ni idea de su existencia. Nos llevaron al Hospital Civil donde ya estaba el tío Leopoldo dando instrucciones para que me atendieran de inmediato.
Así fue. Me dedicaron un buen rato a pesar de que salvo el chorrillo de la punta de la nariz, tenía muchas esquirlas en las rodillas, superficiales.
Fueron luego con el aspirante a Pichula Cuéllar que tampoco tenía grandes problemas.
En ese momento lloré, labor en la que muy solidaria, me acompañó mi madre. Alguien intentó consolarme y no pude sino señalar al más herido y solitario de nosotros, redoblé mi llanto.
Mi madre, mujer de nobles sentimientos, entendió. Se acercó al niño de los dedos floreados y haciendo pucheros, rogó a los médicos que lo atendieran…