De muertos al Jalogüin
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Los turistas de Janitzio. Foto: Especial
En provincia eran célebres los altares que colocaban y mostraban públicamente determinadas familias adineradas. Además de la visita al cementerio del lugar, que era otro asunto.
POR CARLOS FERREYRA
La semana anterior al Día de Muertos, un grupo de jardineros se apelotonaba en torno a los monumentos funerarios de los abuelos maternos y de sus tres hermanos fusilados por una banda de ladrones de ferrocarriles.
Al terminar su labor, quedaba un vergel y las lápidas limpias, listas para la operación final, a cargo de los nietos: con mistión de plata o mistión de oro, usando pincelillos con los que cuidadosamente retocábamos las letras de las lapidas.
El Día de Muertos era para las familias un doble festejo desde luego y como asunto principal, el recuerdo de los allí enterrados, sobre cuyas tumbas ponían manteles nuevos, bordados a mano por las mujeres de la familia. Allí mismo y entre ramos de cempazúchitl, iban colocando los manjares.
En teoría se trataba de los guisos que agradaban a los fallecidos. No. Eran del gusto de los celebrantes que con abundancia de Charanda, en pocos minutos convertían la reunión en una fiesta. Y de la fiesta en rauda progresión, en velorio.
Los menores nos entreteníamos correteando entre los monumentos, quizá localizando un huesario y mirar las calaveras desdentadas. Al momento en que la mujeres se hincaban, la chiquillería salía corriendo para no participar en los largos rosarios. Los señores, con sus botellas, se alejaban.
Como parte del rito, era absolutamente costumbre y a los adultos no parecía conmoverlos, comenzaban las disputas reclamando el cariño de tal o cual fiambre. No faltaba el que sacaba a la luz los defectos de los fallecidos.
No alargo el relato. Se escuchaban los balazos, las carreras de los policías con sus rifles primitivos, la captura de los rijosos y a partir del siguiente día, como hecho usual, se mencionaba a los nuevos clientes del Panteón Municipal.
También se hablaba de los encarcelados, la gente tomaba partido y después de una semana, no había pasado nada. Nadie recordaba el incidente. Lo tengo muy presente, al soltarse la balacera porque nunca era uno sólo el criminal, sin alterarse, las madres lanzaban su silbido característico.
Cada ama de cada tenía un silbido personal para convocar a sus hijos, que acudían como era previsible. Así miraban que no había problemas y de nuevo a corretear.
Los muertos es más una fiesta por los que se fueron, que un recuerdo dolorido por quienes se adelantaron y, según las modas actuales, se encaminaron al sendero de luz, a otra dimensión y a una vida mejor.
Todas estas sandeces están fuera de usos que durante siglos rigieron la celebración y que en la capital nos llevaba a un recorrido por ciertas delegaciones, donde había, sin haberlo, un concurso para montar el altar de muertos más espectacular, más apegado a la tradición.
En provincia eran célebres los altares que colocaban y mostraban públicamente determinadas familias adineradas. Además de la visita al cementerio del lugar, que era otro asunto.
Se escuchaban los balazos, las carreras de los policías con sus rifles primitivos, la captura de los rijosos y a partir del siguiente día, como hecho usual, se mencionaba a los nuevos clientes del Panteón Municipal.
Y claro la antigua visita a los panteones de la zona tarasca, muy especialmente Janitzio, hoy convertidos en horrorosos escaparates en los que cobran a los visitantes y una cuota especial si pretenden tomar fotografías.
Los lugareños saben cual es su papel y l9 asumen con la responsabilidad de actores profesionales.
Hoy nos atropella el jalogüín, costumbre sajona que se relaciona con brujas y magia negra y en la que infantes disfrazados de lo que se les ocurre, visitan a sus vecinos para pedirles dulces.
Con la imposición de los alebrijes, por decisión del 007 y su infame película, hoy lo nuevo y lo “tradicional” en boca de las autoridades, es el desfile de esos monos surgidos de la mente de un artesano tepiteño y adoptados como si fuesen parte de nuestra cultura.
La aparición masiva de los alebrijes provoca una controversia: Oaxaca los reclama como propios, como lugar de origen; Tepito no reclama, pero mantiene la versión de ser el punto de creación de esos monstruos surgidos de una mente en pleno delirium tremens.
Fue Ternurita Mancera quien les dio certificado de tradición, sólo luego que el agente británico los usara mientras desde la azotea del viejo Senado, la Casona de Xicoténcatl, masacraba gente con su curiosa arma .09 corto.
Como monos de imitación, en la fiesta de duendes, gnomos, trasgos y brujas, el jalogüín, los niños en el país del norte salen a pedir dulces a sus vecinos. Los envenenamientos a cargo de infames criminales, han obligado a restringir la costumbre.
En México los niños de los barrios marginales recorren calles y piden su jalogüín o su calaverita, a los automovilistas o en casas de determinados barrios. Desde luego lo infantes no tienen conocimiento de por qué se llama así ni por qué hay que pedir dulces.
Como las fiestas patrias, desaparecidas con todo y banderas para adornar balcones y automóviles, el Dia de Muertos ha ido desapareciendo.
En parte sustituido por el festejo norteño, pero parece que influye, y mucho, que en el México actual ya ni los muertos merecen atención, son cotidianos, abundantes, constantes y cercanos o lejanos, pero hoy como parte de nuestro día a día.
Nada que sorprenda o llame la atención…