Ciudad de México, noviembre 21, 2024 12:25
Alejandra Ojeda Opinión

Amor en las calas de mar

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

Yo quería ser ellas, levantarme a la mañana siguiente con 10 años más, ponerme unos vaqueros cortos, una camisa sin mangas y el gorrito.

POR ALEJANDRA OJEDA

Cuando tenía 13 años me fuí con mi familia de viaje al Hierro, una isla muy pequeñita en el archipiélago canario, la más alejada de la costa africana. Recuerdo ese viaje con mucha ternura, nos quedamos en una casa pegada al mar, que estaba entera pintada de blanco y asentada sobre roca negra negra como un pozo.

Pero por lo visto yo no estaba en mi mejor momento. La adolescencia me pilló en formato de niña compungida, que no deprimida, era como una especie de melancolía mezclada con vergüenza que me dejaba un poco lejos de la tierra. Mi padre se pasaba el día diciéndome “cambia la cara Alejandra”, con esa voz tan grave que parecía que le iban a explotar las cuerdas vocales. Y yo no sabía qué cara poner, y más se enfadaba él y más me enfadaba yo.

Recuerdo un día que fuimos a cenar a un restaurante, era una especie de chabola pegada a un acantilado, redecorada hasta tal punto que parecía que estabas dentro de una cueva más. Esa noche mis padres decidieron ponerse creativos, y le pidieron al camarero una parrilla de conejo para los cuatro ¡Madre mía cuando yo ví aquello! Era una bandeja gigante llena de cachos despedazados del pobre animalito. Casi me da que me vomito encima, pero comí, aunque fuera por no darle el disgusto a nadie.

Fuera, la luna estaba preciosa, redonda y brillante… y yo, pues muy melancólica. Cuando acabamos de comer, con el cuerpillo del conejo aún atragantado, quise salir a mirar el espectáculo mientras mis padres bebían dentro. Había un muro de piedra mirando directamente hacia la zona donde la luna se reflejaba en el mar. Me senté ahí y pasé unos 20 minutos bien disfrutona. No sé qué pensaba, pero probablemente nada, nada de nada, sólo que qué rico el sonido del mar, y quizás también en las chicas y en su perro.

Desde que habíamos llegado al Hierro, no parábamos de encontrarnos a la misma pareja de chicas en cada playa a la que íbamos. Se daban besos y tenían un perro precioso. Nunca llegué a dirigirles la palabra, pero yo sentía que eran un regalo que me había hecho la isla. Siempre estaban leyendo, acostadas una en la barriga de la otra y tapándose la cara con un gorrito marinero que solo se quitaban para meterse en el agua. Su perro era un bulldog viejucho, siempre alrededor de ellas, jadeando cada dos pasos y con el cuerpo redondo como una albóndiga.

Al tercer día, cuando coincidimos en el aparcamiento de una playa,  mi padre les saludó con una sonrisa vacilona. Una de ellas le respondió el saludo levantando la mano y riéndose de una forma un poco rarita pero simpatiquísima. Yo quería ser ellas, levantarme a la mañana siguiente con 10 años más, ponerme unos vaqueros cortos, una camisa sin mangas y el gorrito. Darme besos tomando el sol en una cala y sonreírle a la niña desconocida que ha venido con su familia y no para de mirarme.

Mientras tanto, en Gran Canaria yo tenía un novio, Alberto. Cuando iba a quedar con él, al salir de casa tenía que pensar “esta vez no te va a dar asco besarle, esta vez no te va a dar asco besarle” y me lo repetía muchas veces porque de verdad que quería que fuera mi novio. Luego, cuando estábamos juntos, se me pasaba. Nos sentábamos en la presa del pueblo a mirar el mar, él se me iba acercando y acercando… y a mi me entraban tantas ganas de salir corriendo y huir del barrio, de la montaña y de la isla, que nunca tendría piernas suficientes para lograrlo. No me siento orgullosa, pero al final, cuando lo dejamos, le eché la culpa a él y le dije que no le quería porque su labios eran asquerosos.

Al final llegó el día, a mis 21 años. Me ví recorriendo El Hierro en coche, al lado de la chica que me gustaba y acompañadas por mi perra Yuni. Fuí a todas las calas, las recorrí una a una, me compré un gorrito de marinero y leí un libro sobre el amor. Con la mirada buscaba a una niña perdida, esperaba poder sonreirle, decirle que todo va a estar bien y que algún día la isla rocosa la abrazaría como hizo conmigo.

Compartir

comentarios

Artículos relacionadas