Ciudad de México, abril 19, 2024 17:25
Opinión Francisco Ortiz Pardo

EN AMORES CON LA MORENA / El dilema

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El hombre tiene la opción, a través del Estado, de preservar un patrimonio que no solo es de México, sino del mundo, amén de consideraciones acerca de lo que es el arte. De la controversia nadie nos libra.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

El hombre cuenta, a diferencia de los demás animales, con el don de la intervención. Pero toda intervención, así sea la más creativa, o aparentemente más humana en sentido estricto, es controversial. Si un día modificó genéticamente el plátano para quitarle las indigestas semillas y hacerlo más cómodo a sus intestinos, también comenzó a modificar un ecosistema. La insólita presencia de uno solo de esos platanares traídos de África en la amplia extensión de Las Pozas, en la huasteca potosina, supone la correspondiente depredación previa de una parte de la selva, cuando el genial Edward Frank Willis James, un millonario poeta, escultor y mecenas escocés, colocó sus sueños en dibujos que luego fueron transformados en estructuras surrealistas de concreto construidas a manos de verdaderos albañiles-artistas, bajo la influencia de Dalí, Remedios Varo, Leonora Carrington o Gaudí.

Un día el hombre manipuló la raza del Bos primigenius taurus, una res de gran tamaño que en sus tiempos fue cazada en toda Europa Central y del Norte, para convertirlo en el toro bravo o toro de lidia, especie única que revela su bravura al ser aislado de la manada y embiste al engaño de un pedazo de tela en movimiento llamado capote, al que persigue con hermosa estética y clavando los pitones de abajo hacia arriba. El toro en un ruedo es a la vez intervenido por el torero para consumar una creación a la que se ha denominado tauromaquia, que constituye piezas irrepetibles que, después de un sinfín de coincidencias, producen el arte más efímero de todos los artes, si bien a la vez los artistas plásticos han calcado esos momentos en lienzos para una posteridad menos perenne.

Como todas las posibilidades artísticas, esta no sucede sin el hombre, que por alrededor de 20 minutos está en desventaja, allende su superior inteligencia, frente a los pitones del animal y su fuerza, hasta que finalmente se impone –si no ocurre algo inusual— con un estoque; pero particularmente en este caso el arte no sucede tampoco sin el toro. El poeta Federico García Lorca, que definió al ritual taurino como “la fiesta más culta del mundo”, escribió: El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego. Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.

El hombre ha tenido la opción de extinguir al mismo animal que creó, el muy hermoso toro de lidia. La puntilla es la prohibición de las corridas y eso, en las sociedades modernas, es posible a través de las leyes. Es cosa de optar, simple y complejamente, y en ello habrá que incluir la pérdida de empleos que implica, sobre todo pero no solo en las ganaderías donde, de generación en generación, familias de caporales han cuidado con verdadero amor a una especie a la que se procura como a ningún otro animal en cautiverio.

Edward James construyó en Xilitla una irreverencia de edificaciones eclécticas e inconclusas a propósito, desplante –tal vez una grosería que emociona– ante una imponente cascada de 40 metros de altura, cuyo fin no supo ni él mismo explicar. Para hacerlo empleó durante 37 años a unos 150 trabajadores, a los que pagaba el triple por su jornal, y luego les heredó a un puñado de ellos. Construyó para que la naturaleza tuviera un papel vivo en ese arte, lo reinventara y eventualmente lo destruyera. No todas las obras monumentales ahí expuestas para un público masivo –lo que por cierto no pretendió James—, tienen el mismo valor artístico, como sucede en cualquier forma de arte; por cronistas, críticos o expertos que haya para decirlo, no deja de tener su apreciación un carácter subjetivo. Habrá quien opine incluso que eso nunca debió existir.

El hombre tiene la opción de dejar a la deriva de la propia naturaleza la reinvención y eventual destrucción del legado del millonario escocés en Xilitla, tal como él quería, dado que hormiguitas y arañitas han adoptado laberintos construidos por la intemperie a lo largo del tiempo como sus habitaciones de lujo; o bien que el hombre vuelva a intervenir, ahora a través del Estado, para preservar un patrimonio que no solo es de México, sino del mundo, amén de consideraciones acerca de lo que es el arte. De la controversia nadie nos libra. Y tampoco del dilema.

¡Feliz Navidad!

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