Ciudad de México, octubre 15, 2024 09:06
Opinión Mariana Leñero

Costuras y remiendos

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Lo que sí creo es que todos aprendemos, de alguna u otra manera, a coser los madrazos que nos acomoda la vida. Las puntadas pueden ser tan evidentes como el dolor mismo y otras veces parecen zurcidos invisibles. 

POR MARIANA LEÑERO

Qué regalo de la vida para aquel que sabe y le gusta coser.  Que si te queda un poquito grande por aquí: chin, chin. Que si se sale por acá: chan, chan. Que necesita una pincita en la chichi, que métele a la cintura, que ponle un botón, que súbele la bastilla, que apriétale al tirante. 

Claro que esta habilidad se extiende para aquellos quienes también saben y les gusta diseñar prendas de vestir. Con molde en mano  y creatividad en el corazón convierten el taca, taca, taca de la máquina de coser en el tan,  tan,  tan, tan del nuevo diseño.

Para aquellos que no tenemos esa habilidad  coser, remendar y crear resulta un misterio, un lejano, muy lejano y temible país. Atinarle a la aguja, que no se te atore el hijo a la mitad del zurcido, que cómo le haces el ultimo nudito, que no  le frunzas, que le cortes parejo…  Imposible. Vencidos gastamos más: tenemos que buscar costurera o remplazar  ropa que no podemos arreglar aunque nos guste.

Mi mamá me decía que utilizara mis dones, que si le ponía esfuerzo siempre  podría lograr lo que me propusiera. No estoy segura que sepa que el esfuerzo no siempre sirve. Sin embargo de alguna forma he enfrentado los retos que se me presentan en este campo: cinta adhesiva en las mangas largas, Pritt o barniz de uñas en los agujeritos de la ropa,  grapas en las bastillas, clips y ligas en lugar de botones, alambritos en los cierres. 

Lo que sí  creo es que todos aprendemos, de alguna u otra manera, a coser los madrazos que nos acomoda  la vida.  Las puntadas  pueden ser tan evidentes como el dolor mismo y otras veces parecen zurcidos invisibles. 

Qué lugar más común asociar las costuras con las heridas, sin embargo qué acertada es la comparación.  No sé si entre más viejos, entre más jóvenes, entre más pendejos, entre más atrevidos,  entre más ingenuos o  más insolentes con la vida acumulamos más heridas. Lo que sé es que nadie se salva de ellas y se llevan consigo hasta la muerte.

Hay heridas que tomamos muy en serio. Tan en serio que nos aterran y nos  alejan del diván del psicoanálisis o nos ahogan lo suficiente para postrarnos ahí desbastados, heridos,  valientes.   Heridas que no reconocemos pero que se sienten. Heridas que nos recuerdan su presencia cuando  salen destellos de luz entre los espacios que no cerraron las costuras.  Las heridas como zurcidos invisibles son las olvidadas, quien sabe si es porque deliberadamente así lo quisimos, o porque nuestra mente y corazón, por buena suerte,  no pudieron cargar con tanto peso.

Las heridas son nuestras, de nadie más. Nadie se cose en cabeza ajena. Y  por más que a nuestros hijos les mostremos los remiendos que  hemos tenido que hacer a lo largo de la vida y quisiéramos prevenirlos  son ellos a quienes en algún momento les quedará grande o les quedará chica la vida.  Se rasgarán  y tendrán coserse  y remendarse por sí solos. Lo que si podemos hacer,  no sé si con enseñanza, con ejemplo o  con confianza, es acompañarlos, a veces de lejos, a veces de cerca, a veces sin que lo noten, a veces ahí presentes.  Esperar y confiar en que sabrán remendarse y que no le teman. Que con un chin,  chin fracasen y lo intenten de nuevo, que con un chan, chan se levanten y vuelvan amar.

Pero aun cuando este proceso es individual hemos de aprender también a convertirnos en los hilos de los otros, que  enhebremos juntos las agujas, cosamos heridas con compasión y la empatía tan necesaria. Que nos veamos ahí y los veamos a ellos. Que apreciemos ese lugar donde no cabe la indiferencia, donde  los hilos se extienden. Lo, que nos mantiene despiertos, cosidos y remendados.

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