Ciudad de México, diciembre 8, 2024 13:46
Opinión

DAR LA VUELTA / El fresno que ya no está

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Recuerdo su movimiento, su rotación, dirían los que saben, viento mediante, y cómo desde arriba veía a mi abuelo pacientemente sentado esperando a que decidiera bajar.

POR DIEGO A. LAGUNILLA

Hace unos días, me colé de la mano de mi hijo al célebre Parque Hundido, buscando compartirle ese lugar mágico donde hace muchos años crecí rodeado de vegetación, veredas, escondites, paletas y pelotas.

Quería empezar la inmersión por y en “mi árbol” aquel que se encontraba justamente a media cuadra de mi domicilio, perpendicular a la calle de Atlanta, del lado derecho, a unos metros de Porfirio Díaz, casi enfrente de una linda casa ¡que tenía alberca! y que soñaba algún día poder arremeter (lo cual nunca sucedió), traía una imagen prístina de él; no muy grande, relativamente fácil de trepar y cómodo para sentarse y contemplar -literalmente- lo que ocurría mientras pasaba y pesaba en sus ramas. Se ubicaba a nivel de calle, en la línea perimetral, en esa donde empezaba el encanto y terminaba lo aburrido, era muy fácil verlo y llegar a él, creo en mi ignorancia que era un fresno.

Recuerdo su movimiento, su rotación, dirían los que saben, viento mediante, y cómo desde arriba veía a mi abuelo pacientemente sentado esperando a que decidiera bajar. La luz, el color, el sonido, y el olor me engullían, para después, de forma incesante, regurgitarme a la realidad. Era feliz.

Y eso, justo eso, quería transmitirle a mi hijo… pero no pude, no pude porque ya no estaba, no pude porque solo quedaba un polvorín donde antes había pasto, flores y arbustos, un polvorín que era tierra, pero no la tierra que conocía, era una tierra sucia, valga la expresión; triste, abandonada, lúgubre. Se me encogió el corazón.

Rápidamente, y sin mediar palabra, porque Bernardo no sabía de mi plan, encaminé nuestros pasos hacia adentro, hacia lo sumido del terreno, hacia la parte baja, él iba entusiasmado, yo iba ensimismado, notando que más que un parque hundido era un parque enterrado sin césped, sin mariposas, ni sonrisas.

Sólo una imagen me recuperó, sólo una efigie me recobró, sólo un perfil me suavizó, la de la Cabeza Olmeca; seguía ahí, erguida, en su lugar, viendo al horizonte, al norte, en un cruce de caminos, en ese sitio en que de pequeño le tocaba la nariz y me acercaba a su boca para escuchar si tenía algo que decir, pero callaba, siempre callaba… Compartí con mi hijo la anécdota, se rió, y me dijo ¡hay papá qué ocurrencia!, pero en el fondo sé que le gustó, y mucho.

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