Ciudad de México, abril 18, 2024 19:02
Opinión Francisco Ortiz Pardo

EN AMORES CON LA MORENA / El celofán rojo

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Deseaba imaginar cómo habrían sido sus últimas horas allí. Pero al recordar que nunca existió la historia oral que nos aportara datos tan elementales como si su mamá lo fue a despedir, me percaté de que lo único verificable es que él llegó acá con el celofán rojo en su memoria.      

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

El manjar del envoltorio era el turrón de Alicante con consistencia de cacahuate, “duro” que también le llamábamos, prueba extrema para las buenas dentaduras. Una pequeña porción muy bien cortada por manos finas de alguna de mis tías, que evitaban que se desmoronara, a las que se sumaba mi mamá para colocarlo sobre cada pliego de papel celofán rojo, junto a otras exquisiteces de colaciones navideñas, como las peladillas y las frutas secas, de manzana y de durazno y, por supuesto, los dátiles y el rectángulo de turrón “suave” de almendras, el tipo Jijona, perfectamente envuelto a la vez con papel aluminio.

Un regalo exquisito y caro. Y único. Convertido el celofán en una bolsita amarrada con diurex de la parte superior, cada año después de la cena navideña era repartido a los concurrentes a la casa de mis abuelos maternos. Por mucho tiempo fue para mí un misterio el origen de una tradición que nunca vi en otra familia mexicana. Había una pista en los dulces, evidentemente de manufactura española, pero la incógnita mayor estaba en el celofán rojo…

Mi bisabuelo, de nombre Federico Manuel Pardo y Sánchez, que así quedó asentado en su acta del registro civil, nació en 1885 en Santander, España, bajo la protección de las montañas cantábricas y a la deriva de su mar infinito. A los 18 años de edad, tras una serie de desventuras a su alrededor, como la muerte de su padre y un trágico incendio que provocó la muerte de cientos al explotar en el puerto un barco con dinamita, decidió tomar el buque transatlántico para adentrarse en el sueño de “hacer la América”, como tantos otros chavales españoles que huyeron del hambre y con la bendición de sus padres antes de ser alistados en el servicio militar.

La puerta del muelle por donde entró a Veracruz, en marzo de 1903, un tesoro arquitectónico ya desaparecido y que fue parte de un magnífico edificio afrancesado aún en pie pero lamentablemente cambiado en su aspecto original por la Secretaría de Marina que hoy lo ocupa, tenía apenas tres años de haber sido inaugurado por el presidente Porfirio Díaz. Me imagino al bisabuelo aproximarse hacia el resguardo de la tierra prometida a paso lento, entre sorprendido y temeroso, portando un solo beliz metálico, un tanto rasguñado por la travesía y con pocas cosas, entre ellas una fotografía de sus padres, gracias a la cual tuvimos el gusto de conocerlos; habría desembarcado un tanto enclenque y ataviado con camisa de manta arrugada y el sombrero de ala conservadora, más útil para salvar su dignidad de exiliado que para protegerlo de un sol naciente, en una imagen muy cinematográfica.

Federico Pardo nunca volvió la vista atrás, y ni siquiera miró la senda que no volvería a pisar. Inculcó a sus ocho hijos el amor por México y no solía hacer referencia a su corta vida en España. Se nacionalizó mexicano cuando así lo requirió por motivos laborales y puso el candado al baúl, al que por mucho tiempo sus descendientes consideramos que reabrirlo era una especie de sacrilegio, temerosos de que se desbordara como en una tempestad tanto dolor contenido.  

En el otoño del 2019 me senté en el viejo y oxidado muelle, frente al hermoso edificio del banco de Santander, por donde supuse que mi bisabuelo abandonó la patria. Anudada en las entrañas esa nostalgia de lo no vivido, deseaba imaginar cómo habrían sido sus últimas horas allí. Pero al recordar que nunca existió la historia oral que nos aportara datos tan elementales como si su mamá lo fue a despedir, me percaté de que lo único verificable es que él viajó acá con el celofán rojo en su memoria.      

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