Ciudad de México, diciembre 9, 2024 01:26
Revista Digital Marzo 2024

Fiesta en la colonia Roma

“Aquella fiesta se volvió en mi fuero interno en un sinónimo de la Colonia Roma y en una aspiración de lo que en unos años podría ser la diversión y el hedonismo compartido en nuestra propia vida adulta”.

POR IVONNE MELGAR

Conocimos la Colonia Roma desde las primeras semanas de nuestra llegada al Distrito Federal porque ahí estaban dos espacios icónicos de lo que bien podríamos denominar el mapa de la solidaridad revolucionaria latinoamericana.

En el número 33 de la calle de Medellín se encontraba desde entonces Cencos, la institución que era sinónimo de derechos humanos y refugio para las causas que no tenían eco en el andamiaje oficialista.

Procedentes de los rumbos de Taxqueña, aprendimos a llegar en Metro y en el Autobús que cruzaba la Avenida Insurgentes.

En Cencos eran las conferencias de prensa de los activistas que llamaban al apoyo con la lucha revolucionaria en El Salvador por parte de sindicalistas, académicos universitarios, religiosos y defensores de derechos humanos.

Ahí también ocurrían las denuncias de las persecuciones, torturas y desapariciones que los salvadoreños padecían por parte de las fuerzas armadas y grupos paramilitares.

Puedo decir que en esas conferencias comencé a sentir una emocionada envidia por quienes apuntaban en sus libretas las declaraciones que les parecían importantes. Ah, son periodistas, reporteros… Son las personas que publican en los diarios y revistas. Aprendí incluso a identificar a quienes posteriormente leíamos en Excélsior, unos más uno, El Universal, Proceso, los medios que en esos años (1979-1984) mayor registro hacían de las manifestaciones de solidaridad con las gestas centroamericanas.

El otro punto siempre visitado por nuestros padres Luis Melgar y Candelaria Navas en aquellos años era La Casa del Libro, en Puebla y Orizaba. Mi hermana Gilda y yo los acompañamos a todos los eventos de lectura de poesía o presentación de publicaciones que en aquellos años surgían de manera prolífica exaltando las movilizaciones sociales y guerrilleras de la región.

Un sábado, supongo que de 1979, nos preparamos para el largo periplo de ir desde Tlalpan y avenida de las Torres, nuestro primer domicilio en el DF, hasta la colonia Roma para asistir a la fiesta de cumpleaños de una compañera nicaragüense que mi papá tenía en su doctorado de Letras Hispánicas en El Colegio de México.

Cuando ya íbamos a medio camino, quizá por el Parque Hundido, Luis le preguntó a Candy si traía consigo la dirección. El adrenalinazo, esa mezcla de susto y preocupación que de golpe nos ocupa el cuerpo, se mostró en el rictus de mi pobre madre que agobiada debió responder que había olvidado el papel con los datos.

Recuerdo con tristeza ese episodio por el incómodo momento que vivimos ante la reacción de enojo iracundo de nuestro padre.

¿Regresarnos a la Campestre Churubusco y volver? Sonaba demasiado. De pronto, en esos chispazos de intuición que Candy ha tenido y en lo que parecía un arranque dijo bajemos aquí. Era la calle de Monterrey. La seguimos. Caminamos acaso unos cinco minutos. Y por intuición se detuvo en un edificio, tocó al portero, preguntó por el nombre de la señora nica y vaya milagro, la respuesta afirmativa llegó con la precisión del departamento donde ya sonaba el guateque

Adentro, el ron se servía generosamente. Mi hermana y yo nos sentamos a observar cómo se divertían los adultos que en su mayoría eran extranjeros. A mí me encantó confirmar que el miedo de una celebración frustrada se había vuelto en una noche de carcajadas, evocaciones de Rubén Darío, insultos al general Somoza y loas al Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Nuestros padres eran unos jóvenes que rondaban los 35 años y como todos los ahí reunidos podían disfrutar de la añoranza de sus tierras de origen bajo el gozo de aquel México del sueño petrolero y la solidaridad pluripartidista, cuando la política exterior de la oposición era la misma que abanderaba el gobierno.

Aquella fiesta se volvió en mi fuero interno en un sinónimo de la Colonia Roma y en una aspiración de lo que en unos años podría ser la diversión y el hedonismo compartido en nuestra propia vida adulta. Hoy sé que esa ambición del gozo fue altamente rebasada.

Pero antes de inaugurar la biografía compartida del reventón mexicano, ya una vez que concluimos la carrera universitaria y mis padres volvieron a El Salvador, en los primeros años de nuestra vida laboral, las desveladas fueron de estudio y de trabajos en equipo.

En esas madrugadas armando reportes, preparando exposiciones y diseñando hipotéticos videos, pues nuestra generación debió conformarse con guiones que difícilmente llegaron a producirse, la Colonia Roma vuelve a cruzarse en la geografía del recuento de las horas bellas.

Sucedió un domingo, supongo que del año 84 u 85, pero definitivamente antes del sismo: estábamos exhaustos de varios días de preparar un trabajo sobre las calacas, catrinas y guadañas de Guadalupe Posadas e intentar musicalizarlo con La Vikina y los versos de Muerte sin fin de José Gorostiza, cuando alguien…No sé si Sabrina, Gonzalo, Lilia, Renato, Gaby o Ernesto habló de cómo se le antojaban unos chilaquiles. Estábamos sobrios, pero con sensación de frío por cruda de falta de descanso. Y hartos de no terminar, hicimos un receso para secundar la idea de lánzarnos a Los Bisquets de Obregón.

Era un lugar de 24 horas sobre Álvaro Obregón, accesible a nuestros bolsillos. Sus espejos, cafeteras y amables meseras quedaron en mi memoria como mural de ese tiempo en que casi todo está por escribirse y el paisaje resulta bello en la eternidad del álbum de los días de la felicidad incorruptible.

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