Ciudad de México, diciembre 1, 2025 09:18
Mariana Leñero Opinión Revista Digital Diciembre 2025

Cuando un foquito se apaga

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Así son los seres queridos. Luz de nuestros días, luz de nuestros ojos. Porque al final, un arbolito no brilla por un solo foquito, sino por todos.

POR MARIANA LEÑERO

Sé que uno no decide el día exacto de su muerte, o pocos lo hacen. Mi padre tuvo el mal tino de fallecer justo al comenzar las épocas navideñas. Si de por sí esa fecha nunca me había gustado, él terminó de joderla. No creo que lo haya hecho a propósito, aunque quienes lo conocieron podrían sospecharlo. Tenía ese lado de humor negro que lo llevaba a burlarse de las desgracias propias y ajenas. Pero no, no lo creo. Él tampoco estaba preparado para morirse tan pronto, aunque al final aceptó su destino con una tranquilidad y un silencio admirables.

Aun así, hay cosas que no se explican del todo. Eugenia me recuerda que, un par de días antes de su muerte, mi papá se mostraba impaciente y preguntaba insistentemente: ¿ya?, ¿ya? Mis hermanas, confundidas, terminaron por entenderlo cuando Estela se le acercó, con esa certeza que poseen las hijas mayores, y le dijo: Papá, todavía no te puedes morir; no ha llegado Mariana.

Me llamaron. Con muy poca claridad y con una mezcla de urgencia, me insistían en que corriera a cruzar la frontera “junto con los pastores y sus borreguitos”. Puse la llamada en altavoz para que Regina, Ricardo y Sofía lo escucharan. Él les regaló un rápido adiós y ellos le devolvieron su último: adiós abuelo, adiós Vicente. Así fue como Estela, con esa voz que guarda la verdad aunque duela, me dijo: «Maya, es tiempo de que regreses».

Me apresuré a tomar el primer vuelo, aunque apenas había pasado una semana desde que regresé de México tras estar con él en el hospital. Al llegar, mi mamá y mis hermanas estaban alrededor de su cama. Me incorporé como si jamás me hubiera ido. Él abrió los ojos y, viéndonos a todas, preguntó, sin esperar respuesta: ¿qué, ya me voy a morir?

El resto del día continuó con un humor festivo que no tenía nada que ver con esa pregunta. Era como si quisiera tranquilizarnos. Ese silencio que lo había acompañado durante semanas se fue rellenando de anécdotas de su juventud y de ocurrencias que nos devolvían al padre de siempre. Estaba tan animado que Estela incluso se disculpó por haberme hecho regresar tan precipitadamente. Nadie habría pensado que estaba a punto de irse.

Con el tiempo he aprendido que se estaba despidiendo, poseído por una ligereza inesperada, alivio del peso del cuerpo y de la vida misma. Una claridad que confunde a quienes estamos afuera, pero embellece el corazón de quien ya está a punto de volar.

Tan en paz estaba que me insistió en que fuera a jugar dominó a casa de Eugenia, como todos los martes. “Ahí me cuentas”, me dijo. Al regresar, con la ingenua ilusión de platicarle que esa noche había hecho un cierre de 54 puntos, me acerqué y se lo susurré al oído. No creo que él me hubiera perdonado si me hubiera ido a dormir sin contarle semejante hazaña.

Y fue así como, unas horas después, precisamente en esa madrugada, la última, cuando lo sostuve en mis brazos mientras daba su última exhalación. Por eso  me doy permiso para decir que estas fechas me entristecen. Porque, aunque pasen once años o cinco minutos, su ausencia vuelve a caer sobre mí con la misma fuerza. Y es que  el acto de morir, aunque sea en paz, nunca será fácil, principalmente para quienes nos quedamos aquí, observando. Y las fechas navideñas no ayudan. El corazón se pone sensible o insoportable. Llegan los recuerdos, los “¿te acuerdas de lo que hicimos la última Navidad?” o “a él le hubiera gustado”. Una se rinde ante las lágrimas o se arremanga el corazón para enfrentar lo que viene. Ni modo. Eso nos tocó.                        

Mi papá se murió el 3 de diciembre, inaugurando la montaña rusa de sentimientos.  Mi madre, mis hermanas y yo guardamos una serie de recuerdos que aparecen sin pedir permiso: desde aquellos de cuando éramos pequeñas, meciendo y cantándole al niño Dios en el pañuelo de mi padre,  o cuando  esperábamos  que amaneciera para abrir los regalos , hasta  convertirnos en las personas adultas que somos hoy, con nuestros propios amores y familia. 

Desde ese día, lo siento así: una luz se apagó en nuestra familia. La estrellita que seguían los Reyes Magos nos dejó desorientadas. Por más brújulas que tratamos de reconstruir, por más que creamos estar “encontradas” otra vez, ni madres: se nos vuelve a perder el camino. Entre nosotras nos miramos sin decir nada, pero diciéndonos todo. Sabemos que se acerca una fecha que nunca será igual y el corazón se fragmenta. Vuelve el pequeño luto silencioso, ese que recuerda que las pérdidas son parte de la vida, pero de esa parte pinche que duele.

Pero aunque parezca difícil, he comprobado que con el paso de los años se logra mirar otras lucecitas, distintas, pero que brillan con intensidad.

Tal vez es eso: como las estrellas que ya no están, pero cuya luz insiste en alcanzarnos desde muy lejos. Las personas que se van y parecen extinguirse nos dejan un resplandor tan intenso que se suspende en el universo de nuestros afectos para no desaparecer nunca. Y ese resplandor, el que permanece, somos ahora nosotras. Brillamos con lo que él encendió en cada una.

A veces pienso que mi papá se ha perdido de muchas cosas, pero recuerdo que ahora las mira desde otro lugar: desde nuestros ojos y nuestro corazón, desde las vidas que seguimos construyendo con sus hijas y sus nietas, y desde el alma de su mujer. Su luz, esa que la realidad cree extinguida, es la misma que nos ilumina desde adentro hacia afuera.

Así son los seres queridos. Luz de nuestros días, luz de nuestros ojos. Porque al final, un arbolito no brilla por un solo foquito, sino por todos. Y cuando un foquito se apaga, hay que buscar cuál es para que la tira de luces vuelva a encenderse completa.  Ni modo: así también se reconstruye una familia. Con las luces que quedan. Con lo que perdura. Y con las estrellas, que seguimos siendo, cuya luz insiste en alcanzarnos desde muy lejos.

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