Ciudad de México, marzo 14, 2025 01:55
Ivonne Melgar Opinión

Es una forma de navegar

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

¿O es acaso el mar mismo la felicidad cuando se sabe surfearlo, en medio de la tormenta, y los sentidos se afilan con el peligro que crece?

POR IVONNE MELGAR

Envidio la felicidad de nuestra Cleo: exige consentimiento cuando considera requerirlo y a sus anchas determina que fue suficiente, sin importarle cómo ese desdén afecta a su humano en turno.

Y, si araña defendiendo la territorialidad sobre su almohada -que en realidad es la mía-, esa Gata nunca tendrá en el regreso a la cama un asomo de disculpa. Cero remordimientos.

Pero si después de encajarme sus filosos colmillos, sólo porque me moví de más mientras dormíamos, ella necesita cambio de agua en su pocillo, nada la detendrá para exigir mis domésticos servicios.

En cambio, a mí se me apachurra el corazón dejarla sola algún sábado en que todos salimos a deambular. Y aunque hijos y esposo juran que la memoria jamás será felina, ella sí activa la visceral indiferencia una vez que volvemos.

Pero si he de ser justa en el registro de su desenfadada libertad sin freno, debo contar también que Cleo se desparrama en sedosas restregadas sobre la cabeza, la espalda, los brazos o las piernas de alguno de sus humanos. Porque eso de “sus dueños” suena ridículo a estas alturas de la emocional tiranía que ejerce sobre nosotros.

Son gestos que convertidos en fotos podrían ilustrar la ternura y parecerse a eso que llamamos la confianza, la necesidad del otro, un momentito de entrega parecido al enamoramiento.

Es frente a esas imágenes que siento envidia de su felicidad. Aunque es mejor hablar de celo al talento animal de vivir el instante; a la consigna instintiva de seguir sus pulsiones; al fluir del destino de las corazonadas: me late que esto quiero, me late que ya no.

¿Y vivir así, con la brújula del deseo, es equivalente a ser feliz? ¿Acaso puedo acreditar que de eso se trata su ruidoso ronroneo cuando se estira en el sofá o se acurruca en su falso árbol de cartón piedra forrado de rústica fibra café?

Demasiada osadía de mi parte. Porque, en estricto, lo que se observa en ese estatus de profundo y auténtico narcisismo es a una Gata que plácidamente reposa en diversos rincones del departamento y que, a sus anchas, sin más filtro que sus ganas, chilla por la madrugada reclamando compañía.

Tiene 11 años y muchas malas costumbres solapadas, códigos de supuesto entendimiento que me hacen dudar de “su naturaleza salvaje” y de la desmemoria de su especie. Porque vaya que Cleo se aferra a las rutinas construidas en el tiempo con el mismo fervor que los homos sapiens abrazamos las certezas.

Y es que de eso quizá se trata lo que nombramos la felicidad, un muelle sobre el que se camina contemplando nuestro mar, respirando su brisa salada que imaginamos dulce en el reposo de sentirla, admirando la pretensión del infinito, cavilando cuándo acariciaremos la arena, planeando las horas en que juntaremos caracoles. Un muelle en el que la gratitud nos llena el pecho por aquella ola que nos embistió sin devorarnos; y desde donde avizoramos la lancha en que aprendimos a soltar el miedo, el barco que añoramos, la balsa que nos salvó.

¿O es acaso el mar mismo la felicidad cuando se sabe surfearlo, en medio de la tormenta, y los sentidos se afilan con el peligro que crece? Es posible que así suceda cuando encontramos reposo en la fiereza del instante consumado. Y entonces Cleo es el emblema de esa forma de navegar, como dice la canción hermosa que escuché, por primera vez, un viernes de 1979 en que a mi hermana Gilda y a mí se nos hizo fácil aceptar la invitación de una compañera suya de la secundaria, en la Unidad Independencia.

Fue una tarde lluviosa en que descubrimos lo bonito que era el disfrute reventado del cierre de semana en aquel Distrito Federal de “ballenas” y “peseros”, los camiones y colectivos que tomábamos de la escuela a la casa.

Entre la curiosidad por ver cómo eran las salvadoreñas recién llegadas a la Técnica Número 17 de Coyoacán y ese sincero ofrecimiento de “mi casa es tu casa”, corrían las invitaciones a comidas y festejos. Y esa vez, la amiga de Gilly nos convidó al “viernes social”, eso dijo, de sus hermanos mayores que eran muchos.

Aquel ambiente festivo donde sonaba el quién te cantará con esa guitarra, Armando Manzanero y El Pirulí, me inauguró en la costumbre de sentir que la antesala nocturna del sábado es el mejor momento para cantar. Y fue ahí donde escuché los versos de “Felicidad, hoy te vuelvo a encontrar, cuánto tiempo, huiste de mí… Hoy amanece y el sol, tiene un raro esplendor…”.

Es una estrofa que resonaba en mí cuando el amor compartido se hizo vida cotidiana y aprender a cuidarlo fue el entrenamiento de estos años en que, asomándonos hacia los pisos que llevan a la salida, una ya sabe que no todo tiene remedio y que la voluntad y las ideas resultan insuficientes frente a lo inevitable o lo que no depende de nosotros.

Y es cuando envidio a Cleo en la amnesia y la indolencia de la ignorancia y en el oleaje permanente de sus sentidos.

Pero hubo ese “viernes social” otros versos tarareados que poca resonancia semántica podían tener en una niña de 14 años y que hoy toman vuelo mientras le cuento a mi Gata que a mí sí me toca hacerme cargo de rasguños, ronroneos, berrinches, renuncias y esperas.

“La felicidad no es un cuerpo, la felicidad no es un lugar, la felicidad es una forma de navegar…por esta vida que es la mar…”. Era Gualberto Castro con esa voz de cascada que inundaba la tarde en que mi hermana y yo descubrimos la chilanga manera de clausurar la semana.

Es una canción de Felipe Gil (ahora Felicia Garza) que iniciaba preguntándose “¿Quien hizo los muros y no construyó los puentes? Me sobran palabras que nadie comprende…”.

Es una forma de navegar, dice el compositor/compositora y sigo su prédica zambulléndome en el recuerdo de cuando la felicidad era seguir las huellas de Cleo, en la aspiración del destino hilvanado por instantes.

Pero henos aquí con responsabilidades e historias que cuidar y que contar, aunque sólo nos importen para seguir viviendo. Desde esa circunstancia inescapable, me encantaría un puente para contemplar la marea.

Me alegro sin embargo del muelle, ese tendido sobre las olas donde se acumulan las certezas, tambaleantes -siempre- que la voluntad nos permite conocer; sí, la voluntad, esa que limita y pule el libre albedrío, esa que nos lleva a disfrutar y a padecer la conciencia; a elegir si dañar nos sublima o nos acongoja. Sí, la que comprende los zarpazos de Cleo, pero inhibe los nuestros.

La voluntad, esa que ha parido decisiones, despedidas, y el instante luminoso en que los barcos atracan, esa que mi bella Gata desconoce.

Compartir

comentarios

Artículos relacionadas