Los gritos del alma
Grito de Independencia. Alma y luces. Foto: Andrea Murcia / Cuartoscuro
El grito de Independencia es una manifestación cultural indestructible ante el péndulo de las tendencias ideológicas de nuestros gobiernos, porque éstas apenas se transforman en los vivas que los presidentes en turno agregan.
POR IVONNE MELGAR
Como toda niña matadita de mi generación, participar con empeño y entusiasmo en las efemérides del calendario patrio y sus derivados actos escolares era una prioridad extracurricular.
Tenía sin embargo siempre un dilema de lealtad: mientras en la escuela se les cantaban lisonjas a los héroes de la Independencia, en nuestra casa se despotricaba contra aquel discurso oficialista que nos hacía tragar la oligarquía. Esos eran los términos que se usaban.
En esos años se hablaba de las 14 familias dominantes que correspondían a los 14 Departamentos en que se divide la República de El Salvador. Y Luis Melgar y Candelaria Navas, nuestros padres, pertenecían a esos jóvenes universitarios dispuestos a reescribir la historia desde la rebeldía revolucionaria. Así lo decían y así lo creyeron hasta que la frase de “Revolución o muerte, venceremos”, se hizo coloquial, hasta el manoseo violatorio de los vulgares arribistas. Pero eso merece otros relatos.
De manera que cuando en la primaria Antonia Mendoza me designaron para declamar alguna poesía de exaltación a Matías Romero o a José Simeón Cañas, mi padre me llevó a su oscuro y hermosísimo estudio a buscar unos versos legítimos, alternos y alternativos: los de Oswaldo Escobar Velado.
Fue así como aquella niña que supongo tenía 9 años, acaso en tercer grado, declamó Patria Exacta en el patio de la primaria pública donde estaban reunidas las maestras, niñas y padres de familia: “Esta es mi Patria/un montón de hombres: millones/de hombres; un panal de hombres/que no saben siquiera/de dónde viene el semen/ de sus vidas/ inmensamente amargas. /Esta es mi Patria:/un río de dolor que va en camisa/y un puño de ladrones/asaltando/en pleno día/la sangre de los pobres”.
Ignoro qué pensaban en la escuela de aquella niña orgullosa de su padre, maestro de literatura y feliz agitador de las asambleas universitarias contra las autoridades o los profesores que se oponían a las movilizaciones contra el gobierno. Pero internamente sí sabía y sentía que aquel poema era parte del desafío familiar que en todos los espacios nos tocaba vivir.
Por eso, cuando llegamos a México y comenzamos a disfrutar el periódico unomásuno y a entender que aquí el amor patrio era una verbena popular en la que todos fusionaban sus diversas maneras de ser mexicano, experimenté una especie de alivio emocional.
Aquí, a diferencia de El Salvador, se cantaba el himno con fervor íntimo, igual en el patio de la secundaria técnica 17 –donde tuvimos mi hermana Gilda y yo el privilegio de incorporarnos en un frío enero de 1979 a la comunidad escolar mexicana–, que en el Festival de Oposición que en esos años organizaba el Partido Socialista Unificado de México (PSUM), en el Palacio de los Deportes.
En esos fines de semana que reunían a los de izquierda y a los que nosotros llevábamos publicaciones alusivas a la insurrección popular que ya se gestaba en El Salvador, descubrí la libertad de cantar con Gabino Palomares La maldición de la Malinche y El Barzón.
Paralelamente a esa cotidianeidad que era nuestra cuota salvadoreña para y por la revolución, mi hermana y yo nos sumergíamos a la fiesta comunitaria mexicana, conociendo, supongo que en 1980, lo que era la pachanga del día 15.
Vivíamos en el barrio de San Pedro Tepetlapa, por los rumbos del Museo Anahuacalli, y la generosidad de la familia Lozano Zúñiga nos hizo partícipes de los rituales colectivos. Aunque esa vez, la convocatoria no era de los adultos, sino justo de los adolescentes y jóvenes de la cuadra que habían armado su propia verbena patria: tostadas, pozole y canciones del TRI dibujaron esa noche en que supimos que, al día siguiente, el 16, la celebración de la independencia seguía.
En el CCH Sur supe, porque así lo contaban los maestros, que aquí también había gritos de resistencia, y que en 1968 el ingeniero Heberto Castillo lanzó uno inolvidable en Ciudad Universitaria. Y en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, a los del primer Consejo Estudiantil Universitario (CEU) nos dio por retomar aquel ritual alterno y lanzamos nuestras arengas de “¡Viva el CEU!” en una desbordada plaza de Coyoacán.
Vendrían después los gritos políticos y militantes: el de Andrés Manuel López Obrador como presidente legítimo o el de Rosario Ibarra de Piedra reivindicando a los libres.
Los traigo a la memoria en forma de órdenes de trabajo a los reporteros, inscritas en la agenda de asignaciones de nuestras redacciones. Porque me ha tocado cubrir desde un grito de Acción Nacional en el Ángel de la Independencia hasta el que Rosario Robles dio en Dolores, enviada por Enrique Peña, donde ignorábamos que aquella fuerza con la que cimbró los campanazos tendría que ser multiplicada años después al convertirse en presa política, pasando por varios de Palacio Nacional.
Fue en ese registro periodístico de la devoción patria mexicana que aprendí que se trata de una manifestación cultural indestructible ante el péndulo de las tendencias ideológicas de nuestros gobiernos, porque éstas apenas se transforman en los vivas que los presidentes en turno agregan.
Como reportera de Los Pinos durante casi una década, muchas veces dicté la trascripción del grito correspondiente o el agregado anecdótico de que Vicente Fox había sacado al nieto al balcón.
Guardo con gratitud la paciencia y la escucha de Jesús Tetlamatzin, tomándome vía telefónica, en medio del ruido de Palacio Nacional, la crónica del 15 de la fiesta que se convirtió en luto en septiembre de 2008 con los bombazos de Morelia.
Los varios gritos del Bicentenario de la Independencia en 2010 en una madrugada del 16 en Guanajuato, admirando la alegría con la que el reportero Joaquín López Dóriga compartía la chorcha de la espera entre todos los del gremio.
Cómo olvidar también la prisa que, al final de aquel privilegiado tramo como cronista del poder presidencial en turno, tenía por revivir con mi familia el gozo de ir tranquilos por todos los antojos de Coyoacán.
Y así lo celebramos una tarde del 15 de 2013, escuchando la confesión de mis hijos Santiago y Sebastián de lo mucho que padecieron acompañarme alguna vez a Palacio Nacional ante la falta de un buen pozole placero y un pambazo nadando en aceite.