Ciudad de México, octubre 4, 2024 21:13
Francisco Ortiz Pinchetti Opinión Revista Digital Septiembre 2022

POR LA LIBRE/ Mamá Maga

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Ella vivió su vida en contra siempre de las convenciones que prevalecían en su época. Enfrentó y superó prejuicios, incomprensiones y adversidades sin cuento. Mama Maga era terca  e independiente, dura como la sierra en que nació allá en las postrimerías del siglo 19.

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Mi abuela paterna fue un ejemplo de fortaleza y libertad. Ella vivió su vida en contra siempre de las convenciones que prevalecían en su época. Enfrentó y superó prejuicios, incomprensiones y adversidades sin cuento. Era terca  e independiente, dura como la sierra en que nació allá en las postrimerías del siglo 19. Debo aceptar que lamentablemente la conocí muy poco, en parte porque era yo el cuarto de sus cinco nietos y estaba muy chico cuando pude tener  más contacto con ella.  Conservo sin embargo un muy peculiar cariño por ella.

Por mi padre José y mi hermano José Agustín –para quien fue una segunda madre e incluso vivió con ella varios años– conozco algunos rasgos de su historia, de su carácter, de su entereza, de sus andanzas inauditas en los tiempos de la persecución religiosa, allá por los años veinte del siglo pasado.

Adusta como parecía, siempre me prodigó una sonrisa, una caricia, e inclusive me regaló algún chascarrillo…”

Le llamábamos Mamamaga, que era un apócope de Mama Maga, que a la vez lo era de Mama Margarita. En realidad, más allá de este nombre, había algo de magia en su personalidad. Algo misterioso, que en alguna forma me atraía. Quizá por eso, en mi imaginario su figura quedó hasta la fecha como una mujer de carácter, un tanto enigmática. Alta, esbelta, a su modo cariñosa, era capaz de llevar la administración de dos edificios hasta la edad de ochenta o más años. Cuando el dueño de los inmuebles la jubiló, ella se derrumbó. Murió al poco tiempo.

Rara vez visitaba  nuestra casa. Mi padre iba por ella de repente y se pasaba la tarde con nosotros. La recuerdo sobre todo, ya mayor, cuando vivimos en la calle de Taxco, en la colonia Roma Sur. Varias veces estuvo ahí el día de la cena de Año Nuevo. Departía un rato y de repente… desaparecía. Se iba así, sin despedirse, antes de que nos sentáramos a la mesa. “Es una maga”, bromeábamos al descubrir su escapada.  

Escribo estos apuntes sobre ella a manera de homenaje,  en ocasión de que mi hermano José Agustín rescató sus restos en un panteón de la capital. Incinerados, iremos este viernes 26 a depositarlos en un nicho del templo jesuita de  San Ignacio de Loyola, en Polanco.

Margarita Ortiz nació en Uruachi, un pueblo minero enclavado en una profunda cañada de la Sierra Tarahumara, en Chihuahua. Hace unos 20 años visité esa comunidad ya decadente entonces, en busca de algún vestigio suyo. Caminé por sus calles desoladas y platiqué con algunos habitantes, casi todos ancianos. No encontré a ningún sobreviviente de esa familia de mineros proveniente de Álamos, en Sonora. En el panteón localicé la tumba de su padre, Agustín Ortiz, ya parcialmente derruida. 

Supe que un día salió de la sierra y se fue a vivir, a estudiar y a trabajar,  a la capital chihuahuense. Y  luego a la capital de la República donde tuvo a su único hijo, José, que no es otro que mi padre. Vivió por los rumbos del mercado de San Juan de Letrán, concretamente en un departamento del edificio aledaño a la fábrica de cigarros del Buen Tono. Trabajó toda su vida.

Estuvo cerca de los padres de la Compañía de Jesús, particularmente los que se encontraban en la iglesia de la Sagrada Familia, ubicada en la esquina de las calles Puebla y Orizaba, en la colonia Roma. Tuvo relación cercana con el Padre Miguel Agustín Pro (1891-1927). Durante la prohibición de los cultos decretada por el gobierno de Plutarco Elías Calle, ella guardaba en un cofre las hostias consagradas. En su casa se celebraban misas clandestinas.    

El padre Pro fue acusado de estar inmiscuido en un fallido atentado contra el general Álvaro Obregón, en Chapultepec.  El jesuita fue arrestado y fusilado junto con su hermano Humberto el 23 de noviembre de 1927.

Obregón fue asesinado finalmente el 17 de julio de 1928 en el restaurante La Bombilla, en San Ángel, por José de León Toral, que también había sido cercado al padre Pro. Igualmente se involucró como “autora intelectual” a una monja capuchina, Concepción Acevedo de la Llata, conocida como la Madre Conchita. Toral fue fusilado y la religiosa condenada a 20 años de prisión. Pasó 12 años en el penal de  las Islas Marías. Y la verdad, aquí entre nos, no dudo que mi abuelita haya tenido también algo que ver…

La casa de Álvaro Obregón casi esquina con Insurgentes donde vivieron.

Mamamaga vivió luego, ya con su hijo José,  en una bella  casa dúplex de la avenida Jalisco, (que años después, paradójicamente,  llevaría el nombre de Álvaro Obregón), casi esquina con Insurgentes, en la colonia  Roma. Aún se conserva ambas viviendas, aunque una de ellas ha sido invadida y lamentablemente vandalizada.  De ahí se fueron a vivir a otra casa, muy cerquita de ahí, en la calle de Chihuahua. Y luego, casado mi padre con Emily, mi madre, Margarita se fue a vivir sola a un departamento del cuarto piso del edificio sin elevador que ella administraba, ubicado en la esquina de Hamburgo y Toledo, en la colonia Juárez, a dos cuadras del Paseo de la Reforma. Fue ahí donde más la frecuenté, ya en sus últimos años. Conservo en la memoria, como en una fotografía, el recuerdo de mi abuela sentada frente una mesita redonda llena de libretas  y papeles, acompañada de su hermano Rafael, a quien llamaban El Viejo porque desde joven tuvo completamente blanco el cabello. Hacían cuentas, supongo.

Cada domingo por la noche acompañaba yo a mi padre a su programa taurino de radio, que se transmitía por la XEB, estación que entonces estaba por cierto en la calle de Buen Tono. Debe haber sido a principios de los años sesenta del siglo pasado. Al terminar la emisión íbamos siempre a visitar a mi abuela a su departamento de la colonia Juárez. Recuerdo que invariablemente ella estaba escuchando La Hora Nacional.

Adusta como parecía, siempre me prodigó una sonrisa, una caricia, e inclusive me regaló algún chascarrillo. Tenía sus manías, como la de guardar bolsas de papel, envolturas y frascos de vidrio  “porque un día se pueden necesitar”. También tenía sus dichos y sus viejas expresiones norteñas. Como válgame.                                                                         

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