Ciudad de México, diciembre 3, 2024 11:17
Mariana Leñero Opinión Revista Digital Agosto 2024

Yo le voy a los perdedores

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Las medallas, corcholatas aplastadas de bronce, de plata y de oro, se entregaban en una ceremonia donde todos debían ir disfrazados.

POR MARIANA LEÑERO

Ahora que estamos presenciando las Olimpiadas en París, me acuerdo del gusto de mi padre por ver cualquier deporte: colegial, profesional, individual, en equipo, con pelota, sin pelota, en pasto, en agua… Me parecía interesante, que fuera lo que fuera, a él le gustaba apoyar al equipo o al país que tenía pocas esperanzas de llevarse una medalla o a los atletas más débiles. Él decía que era fácil irle a los que iban ganando, pero que el verdadero drama comenzaba con los perdedores, ahí estaba la emoción. 

Incluso escribió una obra de teatro con ese nombre, Los perdedores. Historias tristísimas donde uno escuchaba los pensamientos y las desgarradoras historias de los atletas, perdón, los perdedores, que competían en diferentes disciplinas como boxeo, futbol, atletismo y baloncesto.

—¿Qué no pudiste elegir en alguna de las historias un final un poquito menos triste?— le reclamé después de ver la obra. Pero mi padre solo me sonreía.

Creo que esa forma en que mi padre disfrutaba las olimpiadas no era solo por casualidad, sino que se alimentaba de su espíritu periodístico. Un espíritu sediento de chisme y drama, mostrando el deporte y el fracaso como una metáfora de la realidad social y política de los países débiles, los menos afortunados, los que no siempre tienen los recursos y las oportunidades de los otros atletas. No se puede negar que a todos les ha costado un montón llegar ahí, pero a nuestros perdedores (uno acababa adoptándolos por el simple hecho de creer en ellos), el esfuerzo es monumental, guerreros dispuestos a morir enfrente de todos.

En la vida real, en mi casa, practicar algún deporte no figuraba en la lista que tenían mis padres de pendientes para incluir en nuestra formación. Por ahí cada una teníamos una que otra fortaleza pero, así como un talento atlético, no. Eugenia la gimnasia, a Estela e Isabel el futbol americano y a mí se me daba el correr y la natación, pero muchas veces las clases eran a la hora del trabajo de mis padres por lo que terminé desertando. Pero eso sí, se nos alentaba a leer, a tomar clases de pintura, ir a museos, al cine y al teatro.

En el caso de Ricardo, su familia lo proveía de mayores experiencias deportivas. Por ejemplo, en Semana Santa, el tío Alejandro y el tío Luis organizaban las famosas Olimpiadas de Cuautla que se repetían cada año. Tanto chicos como grandes competían en diversas disciplinas deportivas. Cada competencia era planeada con un sentido de logística impresionante, acompañada de humor y originalidad: tiro de escoba, lanzamiento de piedra, penaltis, natación nocturna, maratón… Las medallas, corcholatas aplastadas de bronce, de plata y de oro, se entregaban en una ceremonia donde todos debían ir disfrazados. La celebración final se acompañaba de proyecciones de fotos de las olimpiadas anteriores y entre cantos, gritos y abrazos, perder y ganar eran parte de la fiesta misma.

Como matrimonio de muchos años, he escuchado tantas veces las anécdotas que a veces creo haber participado en ellas.  Siempre me sorprendió escuchar sobre el gusto y compromiso del tío Alejandro por organizar y mantener la tradición. Con el tiempo comprobé que el amor con lo que lo hacía tenía un sentido mayor, pues lo vivido en las olimpiadas se convirtió en la esencia de la familia: lazos tan fuertes como invisibles que no se rompen sino se estiran, corren, saltan, echan porras, gritan, pierden, ganan, celebran y con el tiempo les recuerda que pueden regresar ahí y encontrarse cuando se sienten perdidos.

Cuando nacieron nuestras hijas Ricardo y yo coincidimos en que sería maravilloso que Regina y Sofía practicaran y se pudieran enamorar de algún deporte. Cualquiera, soccer, voleibol, básquet, tenis, natación, atletismo… No pedíamos mucho, ni aspirábamos a que participaran en las Olimpiadas, ja. Creíamos que con disciplina y mucha porra, florecerían en ellas destrezas deportivas elementales: dominar el balón, fortalecer el tino, aprender el revés, dispersar el miedo y llegar a la meta.

Lamentablemente, por más práctica y gusto que les inculcábamos, no se les veía un buen futuro. Parecía que los genes de Ricardo y los míos, compartidos en la mesa de la concepción, no eran lo suficientemente fuertes para cambiar su destino en el drama deportivo. Mientras seguíamos intentando, el gen de la sociabilidad, el del entusiasmo y la creatividad comenzaban a desarrollarse cada vez mejor. Así que, mientras el gen atlético seguía jetón, los otros estaban en chinga trabajando durante los entrenamientos y los partidos. Mis hijas inventaban porras y bailes para animar a las jugadoras, decoraban creativamente los uniformes y festejaban desde las gradas como si ellas hubieran anotado o ganado el punto. Se volvieron expertas en apapachar a la que se había caído, o animaban a la triste y le seguían el juego a la que no sabía perder o a la líder mandona. Perdedoras no eran y ocupaban un lugar especial, pero fuera de la cancha.

Ese papel terminó por enfadarnos y mandamos los deportes a la chingada. Quizás nos tardamos en tomar la decisión, pero la tomamos. Ahora cada uno ha elegido practicar los deportes que nos hacen felices, o también no practicarlos. Sabemos que necesitamos hacer un esfuerzo mayor para despertar los genes atléticos que habitan en nosotros. Pocos, pero valientes, se animan a competir, aunque a veces pierdan.

Yo le voy a los perdedores porque en ellos habita el drama y nos recuerdan que hay medallas más valiosas, como las del tío Alejandro, que representan el valor mismo de los lazos familiares que te sostienen en las olimpiadas de la vida.

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