La libertad de pedalear
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Foto: Colección Villasana-Torres / La Ciudad de México en el Tiempo / Facebook
Fueron meses de éxtasis en los que el pedaleo en mi escoba portátil voladora me acompañó en todos mis trayectos ajenos a la escuela, el plantel Sur del CCH, acaso porque se trató de una época en que las biclas eran sinónimo de diversión y entretenimiento.
POR IVONNE MELGAR
Cuando recuerdo mis primeros años en México, procedente de San Salvador, pienso en la seguridad con la que muy pronto me apropie de sus calles, avenidas, la Línea 1 y 2 del Metro y las ballenas que cruzaban Tlalpan, como se les llamaba en esos años a los autobuses blancos y anchísimos que corrían en el gran Distrito Federal.
La generosidad de las instituciones públicas fue enorme con mi hermana Gilda y yo: desde la inscripción en la Secundaria Técnica Número 17 de Coyoacán, hasta las clases de danza regional que ofrecían en la unidad habitacional que casi cuatro décadas después padecería los estragos del sismo de 2017, llegando a los inolvidables cursos de verano del Deportivo La Fragata.
Pero cuando abandonamos nuestro domicilio aterrizaje, en la Prolongación de Las Torres, en la Campestre Churubusco, para instalarnos en la Colonia San Pedro Tepetlapa, aprendí a llegar al centro de la Ciudad en las ballenas que atravesaban División del Norte, entre Xotepingo e Izazaga, y a comprar ropa hindú en los puestos de Tepito y La Lagunilla y zapatos de ante y de tacón en el Mercado de Granaditas.
Una vez que nos cambiamos a las colonias Educación, primero, y Centinela, después, tome dos nuevas maneras de profundizar el gozo de una migración que, debo enfatizarlo, nunca viví con tristeza ni temor y menos con sentimiento de exclusión: caminar y pedalear.
Como integrantes de una familia que defendía la insurgencia social y armada en nuestro país de origen, fuimos activistas y beneficiarias de una solidaridad mexicana que se expresó intensamente en las universidades y de manera destacada en la Facultad de Ciencias, a donde acudíamos cotidianamente y desde donde disfrutaba descubrir los vericuetos que me llevarían hasta la Avenida Miramontes.
Experimentar distintos trayectos de Ciudad Universitaria a la avenida Erasmo Castellanos Quinto me regaló muy pronto, entre los 15 y los 17 años, un sentido de libertad en el que me bastaba sortear con prudencia los carros y haberle avisado a nuestra madre la probable hora de llegada.
Nos hicimos tan amantes de la caminata que los sábados Gilly y yo llegábamos andando desde la colonia Educación hasta la sucursal coyoacanense del Burger Boy, la popular venta comercial de hamburguesas de ese tiempo.
Una tarde, Candy llegó con una bicicleta que le habían donado y que tenía la peculiaridad de ser “para niñas”, muy similar a las que habíamos dejado en El Salvador.
A partir de ese momento, la alegría de salir a dar la vuelta se transformó en una experiencia sólo comparable con la que Morfeo nos regala cuando en sueños, alguna vez, podemos volar, literalmente, y no como Mary Poppins, sino como avioncito de juguete, con las manos extendidas y mochila al hombro. Así fueron los míos hace unos ayeres, embalsamados por una sensación de plenitud y alivio. Sin temores.
Era tan feliz en mi bicicleta yendo a la UNAM, a Plaza Universidad, a San Ángel, a la calzada Ermita Iztapalapa y ¡a Periférico! Ahora que rememoro esa imagen de irresponsable audacia e inconciencia, me pregunto dónde quedó esa muchacha que gustaba del asfalto y que sin titubeos cruzaba tramos del sur del DF.
Era tanta mi pasión en el pedal libre que Candy me llevó un día una hermosa bicicleta Benotto de carreras, con más de una decena de velocidades. Se la había comprado a alguien que se iba del país.
Fueron meses de éxtasis en los que el pedaleo en mi escoba portátil voladora me acompañó en todos mis trayectos ajenos a la escuela, el plantel Sur del Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM, acaso porque se trató de una época en que las biclas eran sinónimo de diversión y entretenimiento.
Lejos estaban los días de gloria colectiva que ahora atestiguamos con ciclovías, reglamentos y códigos culturales que, si bien insuficientes, alientan la alternativa de transporte en bicicleta.
Una mañana, en los preparativos para irme al CCH, corrí a la tienda de los bísquets, sin el cuidado previo de ponerle seguro a la puerta del zaguán de aquella casa de la Centinela.
A mi regreso, vi a un vecino, mucho mayor que yo, acariciar mi Benotto enfrente de mis narices. “Es mi bici, ¿a dónde la llevas?”, le reclame con la voz temblorosa.
La mirada del conocido ladrón delataba que antes de montarse en la bicicleta andaba en su viaje psicotrópico. “¡Es mía, tonta!”, respondió en tono violento.
Y no me atreví a más. Llegué a casa con la ilusión de que se tratara de una confusión. Pero efectivamente mi escoba con ruedas ya no estaba ahí.
Aquel sentimiento de despojo me paralizó al grado que no pude hacer más que comenzar a resignarme.
Hoy pienso, eso quiero creer, que el freno a esos días de vagancia alocada fue una señal providencial para que me pusiera al día con las dos asignaturas de matemáticas que había reprobado. Y que ese año recuperé bajo el mandato interno de que no podía ni debía hacer sufrir a Candy con una noticia de ese tamaño.