Los olvidados amores
Escena de la obra teatral "El balcón del amor". Foto: Andrea Murcia / Cuartoscuro
“Hay tal necesidad de ser vistos, escuchados y apreciados que esperamos que aquello se convierta, mágicamente, en una devoción profunda a la que llamamos amor”.
Por Oswaldo Barrera Franco
Ya no soy de esas personas que ven en el amor romántico aquel ideal que había que perseguir sin importar cuánto costara alcanzarlo o sin siquiera conocer si alguna vez podíamos aspirar a él. Con el tiempo me he vuelto más pragmático, alguien con los pies mejor plantados, en quien cada vez queda menos de aquel viejo arquitecto de castillos en el aire.
El tiempo es ese gran maestro que trae consigo enseñanzas de todo tipo, más cuando se trata de los sentimientos. Nos enseña que, a lo largo de las diferentes etapas de la vida, podemos tener varios intereses amorosos, no necesariamente uno tras otro, y que nuestra capacidad de entregarnos incondicionalmente a una relación amorosa puede cambiar de un momento a otro, incluso entre generaciones. Cambiamos los afectos a veces de un día para otro o nos aferramos a ellos en misiones sin un final provisorio. Lo que a veces confundimos con un amor genuino e inquebrantable puede caer en el peor de los absurdos por nuestra obcecación o podemos sorprendernos gratamente cuando, de la nada y sin esperarlo, nos sabemos queridos por quien siempre habíamos dado por sentado o por alguien que acabamos de conocer.
Es un camino sinuoso el amor romántico, nunca en línea recta y no siempre a la misma velocidad, en el que nos dejamos llevar para disfrutar el recorrido o porque es la ruta que otros han tomado y nos invitan a seguirlos. Es un derrotero sin cartografía previa, sin señales a lo largo de él y, en ocasiones, lleno de bifurcaciones. Entonces decidimos explorarlo como si llegáramos a las costas de una tierra nueva, de la que hemos oído historias maravillosas pero también narraciones terribles. Dudamos, damos un paso, uno más y luego nos arrepentimos, vamos agarrando coraje y, de pronto, nos lanzamos por aquella senda frente a nosotros y cuyo destino siempre estará más allá del horizonte visible.
No es un ideal sino un compromiso, por lo que, más allá de fantasías novelescas de libros, series y películas, implica correspondencia y una infinita capacidad de negociación, de empatía por la otra persona, de respeto por ella y por uno mismo.
A lo largo de ese luminoso o aciago camino hay de todo, en particular aquellos baches que consideramos fracasos, porque fuimos despechados o no supimos cómo conservar una relación. Pero, como en la mayoría de las historias, siempre hay dos caras de la moneda y, detrás de esos “fracasos”, se esconde siempre un valioso aprendizaje. Es claro que muchas veces la emoción vence a la razón, lo que nos ciega momentáneamente, y que cada duelo amoroso hay que sobrellevarlo con las herramientas que la misma experiencia nos va aportando, porque de eso se trata, de experimentar lo que tengamos la oportunidad de vivir, ya que uno se puede arrepentir de lo que ocurrió, pero no de lo que no se vivió.
Y a pesar de todo, de la ilusión pasajera, de la pérdida, queremos que alguien nos ame, tanto o más de lo que, creemos, podemos amar a otra persona. Hay tal necesidad de ser vistos, escuchados y apreciados que esperamos que aquello se convierta, mágicamente, en una devoción profunda a la que llamamos amor. Pero olvidamos que el camino es de dos vías y que, para poder transitarlo, se requiere primero de un gran amor por uno mismo como punto de partida, para estar ciertos de que nuestra capacidad de dar no se rige sólo por la necesidad de compañía, sino por el gusto de compartirnos con otros sin esperar algo a cambio pero sin darlo todo, aunque hay que agradecer cuando esa entrega es recíproca.
Entonces, frente a tanta incertidumbre, ¿olvidamos el amor romántico y nos volvemos almas ermitañas? No. Como todo, el arte de amar se cultiva, se aprende y desaprende una y otra vez. Eso sí, sigue teniendo el mismo punto de partida, el amor propio, el gusto por nuestra sola compañía y lo que somos capaces de aportar a nuestro propio crecimiento y al de los demás. ¿Suena egoísta? El amor lo es, desde que nos enseñan a querer, sin que quepa duda alguna, a otras personas, entidades y conceptos que no necesariamente nos dan su amor a cambio, llámense familia, amigos, patria, fe o, incluso, el equipo “de nuestros amores”.
¿Qué sí demanda el amor romántico? No es un ideal sino un compromiso, por lo que, más allá de fantasías novelescas de libros, series y películas, implica correspondencia y una infinita capacidad de negociación, de empatía por la otra persona, de respeto por ella y por uno mismo. No son mariposas en el estómago que no pasan de ser una buena dosis de endorfinas o un lujurioso arranque pasional; no son los enfermizos celos que obnubilan y transgreden la confianza; no son las pruebas irrefutables de que podemos comprarnos un trozo de afecto con regalos costosos y en fechas determinadas.
Si no valoramos lo que nos hace únicos y apreciados, no porque necesitemos la aprobación de otros, y no confiamos en que podemos dar y recibir lo que aprendemos gracias a nuestras experiencias de vida, sin hacer caso a falsos augurios, amarres y encantamientos, estaremos siempre condenados volvernos uno de tantos amores olvidados por los años, la indiferencia y el desdén.
Así que, sin otra brújula que la propia intuición y los consejos de otros viajeros que han recorrido esa distancia algo más que nosotros (y a veces menos), emprendemos el viaje sin retorno, confiados en que alguien nos espera, en alguna parte, a lo largo del camino.