Ciudad de México, diciembre 3, 2024 11:58
Francisco Ortiz Pinchetti Opinión

POR LA LIBRE/ Mis patos

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“Algunos de mis patos tienen cierto valor. Claro, más afectivo que monetario. Otros me recuerdan anécdotas, vivencias. Hubo uno, de cristal de Serves, que casi me causa perder mi vuelo a México en el aeropuerto Charles de Gaulle, en París…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Un día me dio por coleccionar patos. Coleccionar es un decir: juntar patos. Patos de ornato, claro. De mentiritas. De piedra o barro. De vidrio también. De bronce. Uno de plata. Muchos. Decenas. Cientos. La mayoría, pequeños, aunque hay algunos bien grandes. Nunca de tamaño natural.  No graznan. Sólo están.

Los tengo en repisas, sin ningún orden específico. Unos en una tabla, otros en otra. Algunos en un juguetero, cierto. O en el librero, encima o entre los libros. Se meten por dondequiera. No respetan. De pronto se revuelven con los búhos, que también tengo. Pocos. Unas cuantas familias. Hay tortugas también. Un burro de madera. Un pelícano de enorme pico, bello. Una iguana, un gato, unos chivos. Todos éstos de barro, artesanales. También tengo varios colibríes, colgados. Son de madera casi todos, de cristal alguno. De palma otro. Vuelan todo el tiempo.

Hay quienes juntan perros, ranas, elefantes, pollitos de hule, cajas de cerillos, latas de cerveza, mariposas, gorras, ceniceros, llaves de hotel.  Y cosas tan extrañas como dientes de tiburón…”

Leí de otro loco que colecciona cajetillas de cigarro. Tiene más de 30 mil, en China.  También de un suizo que ha juntado 11 mil 111 carteles de “no molestar”, provenientes de hoteles de 189 ciudades del mundo. Un argentino tiene la colección de autos miniatura más grande del mundo. Son 14 mil modelos distintos. También hay coleccionistas de lápices, de tarros de cerveza,  de barbies: una alemana tiene 15 muñecas diferentes. Es la campeona entre más de 100 coleccionistas de barbies en el mundo.  

Hay quienes juntan perros, ranas, elefantes, pollitos de hule, cajas de cerillos, latas de cerveza, mariposas, gorras, ceniceros, llaves de hotel.  Y cosas tan extrañas como dientes de tiburón.

Mi amada compañera Becky, fallecida hace dos años, juntaba snoopys. Llenó un cuarto con ellos.  Repisas, cornisas, libreros, muebles. Los había de peluche, de plástico, de madera, de vidrio. Tenía al famoso perro vestido de policía, de bombero, de doctor, de torero, de electricista, de cocinero, de santaclós, de corredor de autos, de marinero, de soldado, de mayordomo. Muchos los consiguió con las “cajitas mágicas” del Mc Donald’s. Incluían el Snoopy con la hamburguesa, con la dona. Otros los consiguió en sus viajes. snoopys franceses, italianos, españoles, canadienses. O se los regaron amigos y parientes que conocían su afición por ellos. La mayoría la guardó su madre. 

La verdad es que mi colección de patos hace años que no crece. Los junté todos durante una temporada. Años, sí; pero luego dejé de hacerlo. Me conformé con conservarlos, acomodarlos de vez en cuando, sacudirlos. Y verlos. Me gusta verlos. Son simpáticos. La mayoría, digo, no todos. Algunos me son francamente pedantes, aunque me parece que le dan variedad a mi colección involuntaria.  Casi nunca los muestro.

Algunos de mis patos tienen cierto valor. Claro, más afectivo que monetario. Otros me recuerdan anécdotas, vivencias. Hubo uno, de cristal de Serves, que casi me causa perder mi vuelo a México en el aeropuerto Charles de Gaulle, en París. La dependiente en el  duty free tardó demasiado en empacarlo en su cajita, protegido por tiritas de papel. Y ya era la hora de abordar. Me vocearon por el sonido local. Último pasajero. Llegué corriendo, apenitas.

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