POR LA LIBRE/ Patis y Boro
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Foto: Especial.
“En el plan de mi hermano , que yo secundé entusiasmado, no estaba contemplada la operación de evacuación. ‘¿Y ahora cómo los sacamos?’, nos preguntamos…”
Para Humberto, mi hermano querido.
Por Francisco Ortiz Pinchetti
La idea fue de Humberto, el segundo de mis hermanos, sin duda condolido por la suerte de esos animales. En ese entonces –a mediados de los años cincuentas del siglo pasado– el tranvía pasaba delante de nuestra casa, en la avenida Pedro Antonio de los Santos de la actual San Miguel Chapultepec, y seguía hacia el sur para pasar por Tacubaya, San Pedro de los Pinos y Mixcoac antes de llegar su destino: San Ángel.
Vivíamos a dos cuadras del Bosque de Chapultepec, al que podíamos acceder caminando hasta lo que se llamaba el Camino de Dolores, donde se encontraban la propia Pedro Antonio y la calzada de Madereros, hoy Constituyentes. Ahí, junto a los puestos de flores que formaban un pequeño mercado, había un acceso que justo daba a los antiguos Baños de Moctezuma, con su gran ahuehuete, junto a los cuales había una extraña hondonada donde entrenaban los maletillas, aspirantes a toreros. Le decían “el hoyo de los toreros”.
En la esquina de la casa estaba la imponente iglesia neoclásica dedicada a la Virgen del Carmen. Le decían La Sabatina y era atendida por los padres carmelitas descalzos, los más pobres de todos los religiosos, decían. En la otra esquina de la cuadra estaba la tienda de don Pifas. Se llamaba “El 4-D” y era un tendajón grande pintado de azul en el que vendían más o menos de todo.
En ese tiempo se acostumbraba tener aves en las casas. Nosotros teníamos algunos pájaros. Recuerdo una calandria a la que mi padre le daba un plátano todas las mañanas. También había varios periquitos australianos, muy escandalosos Y un loro, Laredo, que era mío: me lo habían comprado una vez que estuve enfermo, como a la edad de seis años. También teníamos gatos, dos o tres. Y una seis u ocho gallinas. Estaba n en la azotea de la casa de dos pisos, en un corralito. Eran rojas, de la marca Rhode Islan. Ponían huevos rojos también.
Un día fui con mi papá al mercado de Tacubaya. En un puesto en el que había canarios, gorriones, pericos, peces, cachorros y otros animales vendían patitos recién nacidos. Eran un primor. No tenían todavía plumas, sino una especie de pelusa muy suavecita de color amarillo brillante. No paraban de piar y de moverse. Mi papá me compró dos. Nos los pusieron en una bolsita de papel a la que hicieron un par de agujeros, y nos dieron una bolsita con el alimento para ellos.
Lo primero que hice al llegar a la casa fue enseñárselos a Humberto, mi hermano. Él es cuatro años mayor que yo y siempre fue –es– como mi segundo padre. Juntos le pusimos nombre a mis patitos: Patis y Boro. La verdad no recuerdo si fue ocurrencia mía o de mi él. El caso es que fueron creciendo, creciendo hasta convertirse en dos grandes, preciosos patos de plumaje muy blanco. Tenían el pico y las patas de color anaranjado, un poco amarillas. Eran simpáticos, afables, Y no dejaban de parpear, como ahora sé que se llama el sonido que emiten y que no es graznar, como equivocadamente se dice. Los que graznan son los gansos.
Cuando crecieron, mi padre decidió instalarlos en la azotea. Él y Humberto les hicieron su casa con algunas tablas y les pusieron su “estanque”, una palangana de lámina en la que apenas cabían los dos juntos. Ahí les poníamos su comida. Les gustaba el chichicastle, que era una especie de alga verde, una yerbita, y sobre todo el mosco, que vendían por kilo en los mercados. Se volvían locos.
La idea fue de Humberto, sí. Eran días de calor, como lo que ahora sufrimos, y se condolió seguramente de ese par de patos que no tenían la posibilidad de nadar en un estanque, como era innato a su naturaleza. Así fue que se le ocurrió que los lleváramos a nadar a Chapultepec. Cerca de la Comandancia de los guardabosques, como se les llamaba a los vigilantes de Chapultepec, —-por donde ahora está la Casa de los Espejos–, había un pequeño lago, de baja profundidad. Casi un espejo de agua, como se dice. Un lugar ideal para el paseo veraniego de Patis y Boro.
Así que emprendimos el viaje. Yo habré tenido entonces unos diez años y Humberto catorce. Cada pato pesaba, me imagino, unos tres kilos. Así que cada uno de nosotros cargó con un animal. Yo me lleve a Patis y Beto a Boro, creo. O al revés. El caso es que la emprendimos hacia el Cambio de Dolores para entrar al bosque, pasamos la Fuente Monumental y llegamos al laguito. Fue verdaderamente espectacular, de película, la forma en que mis patos enloquecieron de felicidad apenas vieron aquel océano de agua. Por supuesto que lo disfrutaron como nunca, como sería la única ocasión en su vida. Nadaban para un lado, para otro; para atrás, para delante… Sin dejar de parpar, alegres. Los observamos conmovidos durante una, dos horas, mientras la tarde caía sobre el viejo Bosque. Hasta que llegó la hora de irse y…
En el plan de Humberto que yo secundé entusiasmado, no estaba contemplada la operación de evacuación. “¿Y ahora cómo los sacamos?”, nos preguntamos. En vano intentamos atraerlos con voces. Tratamos de engañarlos con puños de zacate seco, como si fuera alimento. Tampoco funcionaron las ramas largas que cortamos en arbustos cercanos para arriarlos. Ni las pequeñas piedras que les lanzamos. Pero es que se acercaba la hora en que el Bosque se cerraba, que debió ser a las cinco de la tarde. En nuestra desesperación les pedimos ayuda a dos guardabosques que pasaron por ahí, pero tampoco tuvieron una solución. Eso sí, lo que hicieron fue preocuparnos más: “ya se va a cerrar y se van a tener que quedar aquí los patos”, advirtieron.
A algún santo nos encomendamos, porque de pronto apareció por ahí, con una larga escoba formada con ramas secas, un angelito. Se trataba de un jardinero que ya se retiraba al terminar su labor. Portaba un sombrero de palma y unas grandes botas de hule. Accedió a nuestra petición de ayuda. Sin más se metió al laguito con sus botas y correteo a uno de los patos hasta atraparlo. Luego al otro. Así recuperamos a nuestras traviesas –y felices—mascotas. Con ellas a cuestas, medio empapados, regresamos a casa cuando ya oscurecía. Cua, cua, cua.