Prevalece gentrificación en Ciudad de México con racismo y marginación
Asistentes a la fista de San Lorenzo. Vista desde el campanario. Foto: Francisco Ortiz Pardo
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
La gentrificación –que así ha nombrado la sociología–, es un fenómeno que recae en una parte de la población que habitó originalmente los pueblos y fue literalmente expulsada sin que ni siquiera la corrección política estime como clasista la oposición al elemental derecho de que aquella parte de antiguos moradorees vuelva cada año a festejar a sus santos.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Una muy afortunada conversación con un amigo y colega, al que estimo por lo que cultivan las suelas gastadas en el oficio a lo largo de los años, me motivó a escribir mis reflexiones en torno de un tema que, como otros tantos que atañen a la problemática de una enorme y contradictoria ciudad como la nuestra, parece no tener una resolución fácil en términos estrictamente sociales.
A nuestra nota informativa acerca de la fiesta patronal del Señor del Buen Despacho en el parque de Tlacoquemécatl –un referente de la colonia Del Valle en toda la ciudad—, que se realiza el segundo o tercer domingo de julio de cada año, sucedió un comentario de rechazo que ya antes había escuchado en el sentido de que los fuegos pirotécnicos alteran a los “perritos”.
Siempre me ha llamado la atención la forma en que se pretende primero humanizar a los animales y luego, la afirmación de un “derecho”, no establecido como tal en ley alguna, a ser tratados como personas. A mí me gustan mucho los perros, su ternura, belleza y fidelidad, aclaro adelantándome a la sobada controversia. Sin embargo lo que se castiga en los códigos es en todo caso, y qué bueno, el maltrato contra ellos, pero resulta que los cohetes de feria pueden alterar de la misma forma a personas mayores o con problemas auditivos y no logran ocupar el mismo sitio en las opiniones de vecinos que suelen vivir en modernos edificios que muy probablemente fueron construidos avasallando árboles y huertos de lo que fue un pueblo ancestral y rompiendo además un tejido comunitario de personas que tuvieron nombre y apellido.
Aunque sobraran los pretextos para justificar la existencia de la propiedad privada donde nos venga en gana (cosa que por supuesto yo pongo en entredicho), hay un hecho: Ellos vivieron aquí antes que nosotros y la “modernidad” los expulsó a regiones marginales de la ciudad… y así nosotros poder vivir con gozo en una de las zonas más hermosas y con el mayor desarrollo humano del país.
La gentrificación –que así ha nombrado la sociología–, es un injusto fenómeno por recaer en una parte de la población que habitó originalmente los pueblos y que es literalmente expulsada sin que ni siquiera la corrección política estime como clasista la oposición al elemental derecho de que aquella parte vuelva cada año a festejar a su santo. No es tampoco un proceso ecuánime por el que las zonas identitarias de las ciudades (se ha dado en todo el mundo, incluso en los países desarrollados) estrechen las desigualdades sociales y el acceso a la cultura mientras ciertamente mejora la calidad de vida de los propios barrios, pues a estos lugares muchas veces –como sucede lo mismo en Vancouver que en Madrid– solo pueden acceder extranjeros millonarios y encarecen las ciudades.
Las fiestas patronales –que incluyen juegos infantiles mecánicos y de sorteo (aquellos que se premian con los entrañables “cochinitos” de barro, como las canicas; el “futbolito” o los “pescaditos”), así como la venta de antojitos y pan de pueblo, han significado no pocas veces el último resquicio de lo que en otra forma enorgullece a ciertos estratos de exquisitos pudientes y “cultos”, paradójicamente atrapados en la propia comodidad del prejuicio de “saber” de la historia sin desgastar demasiado las rodillas: como que en Mixcoac, donde con excepción tal vez de la iglesia de La Concepción en Coyoacán se construyeron los primeros templos franciscanos de la Nueva España, entre ellos la hermosísima capilla con retablo barroco bañado en oro de Nuestra Señora del Rosario del Rayo. Ahí, además, habría sido introducida desde Europa la tradición de los “nacimientos” o “belenes” de barro, una costumbre navideña hoy en peligro de extinción.
Las fiestas patronales han significado no pocas veces el último resquicio de lo que en otra forma nos enorgullece, paradójicamente: como que en Mixcoac, donde con excepción tal vez del de la iglesia de La Concepción en Coyoacán se construyeron los primeros templos franciscanos de la Nueva España, entre ellos la hermosísima capilla con retablo barroco bañado en oro de Nuestra Señora del Rosario del Rayo.
Es difícil también comprender cómo se puede normalizar en cambio que esos “perritos” alterados por los cohetes festivos una vez al año sean soltados por sus dueños en el propio parque de Tlacoquemécatl prácticamente todos los días, lo que sí está prohibido por la Ley de Cultura Cívica, a pesar de que existe un espacio confinado para que corran. O que no haya mayor rechazo a que cada viernes, desde hace muchos años, se ponga un tianguis ambulante que “ahorca” completamente el jardín, cercando con camionetas el paso de las personas y tapando el bello entorno de un espacio considerado Monumento Urbanístico de la Ciudad. Los puestos son plantados sobre la pista para corredores, ya de por sí maltratada por los canes que corren sueltos y que, además de las marcas de sus huellas, van imprimiendo su excremento sobre el tartán azul cada vez más desdibujado y roto.
Y qué decir de los foodtrucks, que se valen de la trampa del uso público de cajones de estacionamiento para hacer negocio sin necesidad de pagar impuestos. O bien la renta del parque por parte de una “Comisión de Filmaciones” gubernamental, para que por un módico pago, que no resulta en ningún beneficio para la comunidad, las empresas productoras graben ahí su programas, películas o anuncios comerciales, impidiendo a la vez el paso libre de la gente.
Los que regresan cada año con sus bellos estandartes bordados artesanalmente a su fiesta patronal (¿todavía se acuerdan que Miguel Hidalgo portó uno para iniciar la Independencia de México?) manifiestan un recordatorio bullicioso (en que ciertamente puede no estar excluido el consumo de bebidas alcohólicas que la autoridad está obligada a impedir): que les quitaron su terruño pero no su fe. Es un hermoso acto de resistencia cultural, mucho más profundo y humanamente trascendente que la demagogia gubernamental que llena las planas de los periódicos diarios con el “deber ser” que nos tiene presos en la polarización a conveniencia de los políticos. Muchos otros en cambio, con mayores beneficios sociales y culturales, podemos disfrutar del parque cualquier domingo del año, sin el desprecio de nadie, mientras cruzamos por el vergel entre árboles primorosos saboreando un delicioso helado de mamey de la QBE…
Construido a mediados del siglo pasado, el templo del Señor del Buen Despacho queda lejos de la época colonial pero tuvo su antecedente en una capilla 200 años más antigua. Es el listón de una zona que con prosa sabrosa describió nuestra colaboradora, la talentosa periodista cultural Patricia Vega, a propósito de sus paseos por ahí con el cineasta Jaime Humberto Hermosillo, y donde ella misma llevaba a que bendijeran a sus mascotas cada 17 de enero.
A unas cuantas cuadras de este sitio, en la misma colonia Tlacoquemécatl Del Valle, está otro parque que lleva el nombre de San Lorenzo por la capilla edificada en su honor, construida en el siglo16 y que, dicho sea de paso, es un verdadero museo arbóreo por la diversidad y belleza de sus ejemplares. En la joyita arquitectónica se aprecian reminiscencias del arte indígena que integraron a las construcciones los propios franciscanos, evangelizadores pioneros. La edificación colonial –protegida como Monumento por el INAH desde 1932— es el baluarte del arte que impide que nuestro terruño se haya convertido en una zona desolada de edificios y unos cuantos árboles, como las tristes colonias del poniente capitalino del Houston way of life.
Quienes abren los ojos y el alma –que los hay entre los vecinos, afortunadamente– descubren que en la fiesta patronal de San Lorenzo, el domingo más cercano a cada 10 de agosto, subsiste la más entrañable tradición del mestizaje, con su música y sus portales de flores, y los castillos de cohetes, oficio que surgió en el pueblo de enfrente, San Juan Malinaltongo (hoy San Juan Mixcoac), donde artistas y magos capaces de producir la aparición fugaz de luminosas y coloridas estrellas, santos, vírgenes y flores cobraron fama por su talento.
Francisco Ortiz Pinchetti escribió acerca del panteón que estuvo en lo que hoy es el atrio de la iglesia y de la forma en que fueron expulsados los pobladores originales por el propio gobierno:
A principios del siglo 20, el templo y su atrio estaban rodeados por una serie de ladrilleras, en las que se fabricaban esos elementos utilizados en la construcción. Debido a esa actividad, con los años se formaron grandes hoyancos en el terreno.
En las inmediaciones, al igual que otras zonas aledañas, había numerosas huertas de capulines, perones y membrillos, que eran llevados por la calzada de San Agustín de la Cuevas (hoy calzada de Tlalpan), hasta su venta al portal de las flores a la Ciudad de México. De las antiguas casas del pueblo de (San Lorenzo) Xochimanca sólo queda una, hecha de adobe, que fue la escuelita de la comunidad hasta finales de los años ochenta, hoy sede de un restaurante de sushi.
Pues bien, durante los años cincuenta del siglo pasado, cuando era regente del Distrito Federal Ernesto P. Uruchurtu, famoso por su mano dura, se decidió meter mano al viejo pueblo. Se clausuraron las ladrilleras y sus trabajadores –muchos de los cuales vivían ahí mismo- fueron trasladados a los rumbos de Santa Cruz Meyehualco, en Iztapalapa, donde se les entregaron casas de interés social.
Así que cada año vuelven desde Meyehualco, en una peregrinación maravillosa, los hijos, los nietos y los bisnietos de aquellos habitantes originarios para abrigar a su santo. Nada de esta historia, por supuesto, importa a quienes, desapegados de la identidad por la que caminan a diario, disfrutan de la confortabilidad de una zona que hoy forma parte de lo que se considera la alcaldía con mayor desarrollo humano del país. Me consta, porque lo he visto, que vecinos que viven en edificios con lujosos penthouse acuden a la fiesta –hasta en piyama— solo para reclamar a los organizadores que los cohetes del “castillo” ¡afectan a sus perros! Algo así como para que se confirme cómo es que la gente con más dinero no necesariamente es la más culta… ni la más sensible.