Ciudad de México, abril 28, 2024 04:51
Francisco Ortiz Pinchetti Opinión Revista Digital Diciembre 2023

POR LA LIBRE / ¡Tarjetas de Navidad, tarjetas!

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“Fue un éxito histórico. La gente se nos amontonaba, al grado de entorpecer el tránsito en torno a la plaza. Al gendarme que nos quiso sacar una ‘mordida’ le regalamos sus tarjetas y se fue feliz…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Siempre pensé que había que aprovechar el  consumismo navideño de diciembre para ganar algún dinero.  Miraba yo cÓmo la gente gastaba desaforadamente y sentía que dejaba ir la oportunidad. Alguna vez, todavía adolescente, se nos ocurrió a mi primo Romeo y a mí vender fotos de los niños con Santa Clós, que se tomaban en la Alameda. Y si: acudimos a la agencia que comercializaba esos “recuerdos de temporada”, como ellos les llamaban.

El mecanismo era sencillo: los patrones contrataban señores pachoncitos, los vestían de Santa Clós y los instalaban en un set alusivo, donde tomaban las fotos y pedían la dirección del cliente para hacérselas llegar a domicilio. Uno iba a la agencia y escogía determinada colonia y de hecho compraba las fotos a razón de cinco pesos cada una, para revenderla al cliente en diez pesos, el doble. La ganancia era del 100 por ciento, aunque el asunto tenía sus riegos. Uno era que la dirección fuera falsa. Otra, que se hubiera dado un anticipo, lo cual reducía la ganancia. El tercero y más frecuente era que el cliente no se interesara, porque no le gustaba la foto  o porque a la mera hora no quería gastar. Y uno no tenía opción de devolverla.

Tiempo después me metí al negocio de las tarjetas de Navidad. Primero lo hice a través de los catálogos que ofrecía  las imprentas. Uno ofrecía las tarjetas a los presuntos clientes, que tenían la opción de que se imprimiera en ellas una bonita leyenda navideña y su nombre. En esos tiempos se usaba mucho el envío de tarjetas por correo. Era una buena chamba, aunque a la hora de la hora el que se llevaba la mayor parte era el proveedor.

Derivado de esa actividad, se me prendió el foco: adquirir mi propia impresora para hacer el negocio completo yo solo, o con la ayuda de agentes a los que explotaría como lo hacían conmigo. Así que fui a los portales de Santo Domingo, en el Centro Histórico –la de los famosos “evangelistas” que es criben cartas de amor al gusto del cliente–, donde existen pequeñas imprentas dedicadas fundamentalmente a la impresión de invitaciones de boda o quince años, tarjetas de presentación y, en temporada tarjetas navideñas. Pregunté y di con alguien que vendía una prensa de mano usada, a buen precios: dos mil 500 pesos de entonces. No me acuerdo cómo le hice para llevármela porque era de puro fierro y pesaba horrores, pero el caso es que logré cargarla e instalarla en un cuarto de azotea que mi amigo Vicente Gómez, compañero de la prepa, consiguió con su papá. El señor rentaba una accesoria donde vendía aceite para auto en la avenida Pedro Antonio de los Santos, en la colonia San Miguel Chapultepec, cerca de Tacubaya. Y tenía derecho a un cuartito en la azotea, que no ocupaba. Ahí instalamos nuestra imprenta.

Mi hermana Margarita se interesó en la venta al público de las tarjetas, que adquiríamos en los expendios de las calles del Centro, impresas con su leyenda y el nombre del cliente. Y el negocio empezó a jalar, relativamente.

Hasta que tuve una idea genial: comprar con el mismo distribuidor tarjetas de saldo del año anterior, que vendían  sumamente baratas, trepar la prensita en la camioneta Renault de Vicente y pedirle a mi primo Romeo que se incorporara al “staff”, para ir a vender tarjetas de oferta a Pachuca, ciudad en la que yo había vivido exiliado un año. Así que tomamos carretera y nos plantamos en el mero zócalo de la Bella Airosa, donde está el famoso reloj. La promoción era atractiva, al alcance de quienes normalmente no podían darse el lujo de mandar imprimir sus tarjetas de Navidad en una imprenta: “25 tarjetas por 25 pesos, con su nombre y el mensaje de su elección”. Nos repartimos la chamba: mi primo, encargado del cobro y la entrega de la mercancía, Vicente, a cargo de la prensa de mano, y yo, en la sección de formación, colocando las leyendas previamente paradas en linotipo y el nombre del susodicho cliente, formado con tipos movibles.

“¡Lleve sus tarjetas de Navidad, tarjetas impresas con su nombre y el mensaje de su preferenciaaa!”, gritaba el gran Romeo a los cuatro vientos.

Fue un éxito histórico. La gente se nos amontonaba, al grado de entorpecer el tránsito en torno a la plaza. Al gendarme que nos quiso sacar una “mordida” le regalamos sus tarjetas y se fue feliz. Algunos se llevaban sus tarjetas y al rato regresaban con un hermano, una cuñada, un amigo al que habrían comunicado el acontecimiento. En dos, tres horas se nos agotaron las tarjetas. Todas.

A pesar de tan venturosa experiencia, que nos hizo pensar en una gira por diferentes ciudades cercanas a la capital, la desidia o la llegada irremediable de las posadas y demás festejos navideños nos hicieron abandonar esos planes, que se quedaron para mejor ocasión: nunca. No obstante, esa experiencia es uno de los más agradables recuerdos que conservo en relación a las fiestas decembrina, a las que siempre pensé sacarles raja. 

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