Ciudad de México, noviembre 21, 2024 12:26
Francisco Ortiz Pardo Opinión Revista Digital Enero 2023

EN AMORES CON LA MORENA / Tristezas espigadas

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La Espiga, que era más que una panadería, fue fundada en 1945 por Antonio Ordoñez Ríos, hijo de refugiados de la Guerra Civil en España que, se dice, inventó el concepto del autoservicio con el que los clientes toman el pan con unas tenazas y lo depositan en una charola plana de metal.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Abrí El Extranjero de Camus en la página 46, justo cuando Marie Cardona le pregunta a Meursault si quiere casarse con ella y él le responde que sí por decirle cualquier cosa. Yo había pedido un café. “Está demasiado cargado”, me advirtió el despachador mostrando la cafetera de mano frente a cacerolas con casi solo las sobras de la comida, de la última comida, la última cena. “¿No importa?” Claro que no, mejor así, le respondí. Me senté en una mesa de madera, linda como las que hubo los últimos años, aunque las asentaderas de las sillas eran un tanto rígidas. Habían pasado años de que a la legendaria panadería se le retiró la zona central en que había una barra al centro con sillas acolchonadas azules, más bien feas, al estilo de una fuente de sodas de los años sesenta.

Ya había hecho el protocolo absurdo pero justificado de formarme durante 15 minutos en la larga fila para disfrutar, por última vez –o tal vez por primera vez– de un cuernito elaborado allí mismo, en la esquina sur poniente de Insurgentes Sur y el Eje de Baja California, que debió aparecer pero no apareció en la multipremiada Roma, la película de Alfonso Cuarón ganadora de todo, porque en la recreación en maqueta que hizo el genial Eugenio Caballero, donde evoca con todo su ambiente el inicio de los setenta en esa zona entrañable de Ciudad de México, solo se ve hacia el norte, donde estuvo el Cine de Las Américas.

No es que en las grandes ciudades del mundo, las más hermosas, no se haya perdido patrimonio intangible de gran valor, como ya contaba uno de estos días en el caso de las cafeterías de Gijón, en Asturias, donde todavía está el Café Dindurra, “que era el nombre del teatro adyacente que hoy se llama Jovellanos. Una joya que, ahora me entero, se ha convertido en el más antiguo por ser el sobreviviente entre muchos otros cafés que con reminiscencias parisinas y londinenses surgieron en una época de bonanza económica en la ciudad”. Pero es que en esta, mi ciudad, parece que todo termina por perderse y, lo peor, no para sustituirse por algo que dignifique aquel pasado.

Aprecié el valor histórico de La Espiga y de sus sabores en un tiempo que mi psicoanálisis estuvo a un par de cuadras de allí, en la calle de Tlaxcala, y era un ritual acudir después de cada sesión para asimilar las revelaciones semanales de mi inconsciente; solía remojarlas en un expresito al que pedía añadir un poco de agua para que me durara más. Porque yo, si no lo converso, me lo tomo despacito para motivarme algunas reflexiones sobre el ser y el estar. A veces tomaba alguno de los desayunos que se ofrecían en paquete, particularmente uno que llevaba huevos revueltos en salsa verde o roja, según le atinara.

En la parte sureña del gran local había una amplia zona de abarrotes y embutidos, vinos y licores, ultramarinos. Al centro la famosísima panadería donde, ahora me entero, mi papá –que vivió en la calle de Taxco, justamente en la Roma Sur–, acudía de niño con su familia a comprar unos bollitos cuadrados de pan blanco denominados “pan rol”.

Afuera se había encendido el alumbrado público y podía ver a través de los grandes ventanales pasar a la gente derritiéndose en sus abrigos y bufandas. A mi alrededor las mesas estaban repletas de los parroquianos, los últimos, los del cerrojazo. Ni siquiera consumían nada porque ya no había nada.

Fue raro sentarse a releer El Extranjero (de la reimpresión de Alianza Editorial del 2015) en el último día de operaciones del establecimiento: jueves 15 de diciembre del 2022. Derrochar el tiempo en medio de las obligaciones cotidianas. Pero yo estaba resuelto al ejercicio de no abandonar la tristeza y resistirme a la indiferencia ante el cierre de ese lugar que llevo en una parte de mi vida. Me devoré el libro mientras escuchaba el no menos raro bullicio como reprimido de las decenas de personas que acudían a comprar como en un duelo. Los anaqueles de abarrotes ya se encontraban prácticamente vacíos porque todo lo habían puesto a mitad de precio. Me quedó para llevar solo una cajita de té de doce pesos con el descuento. Era como una ensoñación. Un señor amable y espigado que me antecedía en la fila del pan me comentó: ¿Se siente un ambiente triste verdad? Todos callan”. Yo asentí.       

La Espiga, que como ya dije era más que una panadería, fue fundada en 1945 por Antonio Ordoñez Ríos, hijo de refugiados de la Guerra Civil en España que, se dice, inventó el concepto del autoservicio con el que los clientes toman el pan con unas tenazas y lo depositan una charola plana de metal. Con el tiempo don Antonio le heredó el negocio a su sobrino, pues él no tuvo hijos. Una cajera se negó amablemente a explicarme los motivos del cierre. “Nos vamos muy contentas, los dueños siempre fueron excelentes personas con nosotras”, se limitó a decir. Por una clienta supe que la panadería será reemplazada en renta por una farmacia, fría y desangelada como todas las farmacias.  

Para cuando terminé el libro, afuera se había encendido el alumbrado público y podía ver a través de los grandes ventanales pasar a la gente derritiéndose en sus abrigos y bufandas. A mi alrededor las mesas estaban repletas de los parroquianos, los últimos, los del cerrojazo. Ni siquiera consumían nada porque ya no había nada. El Extranjero había dicho en la página 84: “El día acababa y era la hora de la que no quiero hablar, la hora sin nombre, en la que los ruidos de la tarde subían de todos los pisos de la cárcel en un cortejo de silencio. Me acerqué al ventanillo y, con la última luz, contemplé una vez mi imagen. Seguía estando seria, pero ¿de qué asombrarse si en ese momento también yo lo estaba? Al mismo tiempo, y por primera vez después de meses, oí distintamente el sonido de mi voz. La reconocí por la que resonaba ya hacía largos días en mis oídos y comprendí que durante todo ese tiempo había hablado solo. Me acordé entonces de lo que decía la enfermera en el entierro de mi mamá. No, no había solución y nadie puede imaginar lo que las tardes son en las prisiones”.    

Volví a la fila del pan, ahora aún más larga, y pregunté por el “pan rol”. Lo fabricaron hasta el último día, efectivamente, pero para ese momento se habían llevado hasta las migajas. A cambio me dieron unos bollitos similares pero estilo “rústico”. “Este es mejor porque no tiene levadura”, me explicó el mero panadero. Tomé la bolsa con el clásico estampado de una espiga de trigo y salí a la calle. Mientras caminé por Insurgentes Sur para llegar a la estación del Metrobús recordé el aire fresco de la vida.     

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