Ciudad de México, diciembre 9, 2024 04:28
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / ¡Viva México… mestizo!

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Son panaderías y otros establecimientos del Centro Histórico un espejo del mestizaje; y todavía más en el mes de la Independencia

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Al revés de las ramplonerías como ponerle México-Tenochtitlan a lo que fue la calzada Puente de Alvarado, por evidente uso político-electoral y transgrediendo la identidad de nuestra amada Ciudad de México, en las calles y los viejos establecimientos del Centro Histórico hay espejos de una historia imborrable. Entre edificaciones coloniales, allí mismo donde le agregaron el nombre de la vieja ciudad azteca a la estación del Metro Zócalo, de un lado están las ruinas del Templo Mayor y del otro la tienda de sombreros Tardan; en la esquina con 16 de Septiembre está el Gran Hotel de la Ciudad de México, con su art nouveau. A unos pasos hay un cafecito estilo italiano pero que vende también enchiladas y en la (casi) esquina con Madero se hacen largas filas afuera de un local donde venden los más exitosos tacos de canasta de todo “el rumbo”, como reza la tradición.  

El sábado 3 de septiembre, en un emotivo espectáculo multi escénico de primera categoría que contó con bailarines y actores, realizado por mi amiga Paulina de Labra, el célebre jazzista Héctor Infanzón, a la vez que celebró en el Teatro de la Ciudad sus 45 años de trayectoria reivindicó con un discreto reproche que no hemos cerrado las heridas para aceptar lo que somos: una nación, “la mejor del mundo”, dijo, gracias a su mezcla de razas. Y así, en el marco de los 500 años de la llegada de los españoles, dedicó una pieza, aderezada por las asombrosas improvisaciones de su orquesta, para exaltar ese mestizaje.

En el evento, “merolicos” y “voceadores” evocaron patrimonios intangibles que se han perdido y otros que han sobrevivido a todo, incluida la pandemia. Entre los establecimientos perdidos mencionaron El Nivel (la cantina más antigua, situada a ocho metros de Palacio Nacional; la cafetería Super Leche (“leche tan fresca que hace tres horas era pasto”) y la Librería Madero. Allá afuera del teatro patrimonio de la humanidad al que se le devolvió como sobrenombre el de la actriz y vedette Esperanza Iris, ya están los puestos de banderitas y matracas donde se ofrece, además de los sombreros y los “bigotes”, vestiditos de China Poblana, títeres y rehiletes de tres colores.

Entre todo lo que no se puede confirmar –incluido el viejo debate de si van capeados o no— lo único cierto es que el platillo es un invento que combina algo tan indígena como el chile y algo tan español como el queso de cabra.

El lábaro patrio, cuyo origen estuvo en el Ejército Trigarante de Iturbide, al que se sumó el prócer mulato Vicente Guerrero, y que reemplazó 21 años después el estandarte de la Virgen de Guadalupe –el más poderoso símbolo del mestizaje— que portó justamente otro hijo de españoles, el cura Miguel Hidalgo y Costilla, para llamar a la emancipación no de España, sino del virrey.

Así los chiles en nogada, que erróneamente se piensa que es un platillo de septiembre cuando es de agosto, mes en el que brota la nuez de castilla y que, según la leyenda, lo dieron a probar un 28 de agosto las monjas clarisas de Puebla a quien con el nombre de Agustín de Iturbide consumó la independencia, y que en otros tiempos la política –oportunista como ahora— lo convirtió en villano por haber pretendido consolidarse como emperador.  

Puesto de banderitas. Foto: Francisco Ortiz Pardo

Pues bien, ese plato que se ha vuelto el más gourmet de los guisos mexicanos, no solo por su rareza sino por su inexplicable alto costo, es consumido en restaurantes caros hasta por los que refunfuñan de lo español, el red set del indigenismo. Entre todo lo que no se puede confirmar –incluido el viejo debate de si van capeados o no— lo único cierto es que el platillo es un invento que combina algo tan indígena como el chile y algo tan español como el queso de cabra.

Y es en uno de esos viejos establecimientos del Centro Histórico, sencillos, tradicionales, la octagenaria pastelería ubicada en la calle 5 de Febrero –paradójicamente llamada Madrid— donde se descubre un auténtico chile en nogada a mitad del costo de aquellos restaurantes pretenciosos donde a veces la salsa es de crema y una pizca de nuez. El establecimiento, fundado en 1939, imprime un ambiente nostálgico a su enorme comedor (la panadería propiamente es adyacente, donde del trigo, que no es originario de América, se venden decenas de variedades, ya adaptadas a lo mexicano, de pan dulce y salado) con fotografías en gran formato de la ciudad, inundaciones, toreros, la propia pastelería con sus panaderos, acompañadas de placas alusivas con descripciones bien escritas.

Ya hablamos en esta columna del Café Villarías, fundado por los exiliados republicanos españoles hace justamente 80 años, y con ello recordamos la importancia que han tenido esas migraciones en nuestra cultura híbrida. En la calle de Tacuba está un establecimiento donde a lo que menos entraría uno es a tomar café. Se trata de La Vasconia, la pastelería más antigua de la ciudad. Pues ahí se sirve café oaxaqueño, del mejor que he probado en la vida y al más bajo costo (solo 20 pesos la taza), servido “directo” (así le llaman al hecho en cafetera italiana a presión). Famosa por su bizcochería artesanal que combina la tradición Europa y la mexicana, La Vasconia tiene un aspecto aún más modesto que la Madrid y fue fundada por el vasco Marcelino Zugarramurdi quien, cuenta la historia, empezó vendiendo entre 10 y 30 piezas de pan en un pequeño local. El registro comercial más antiguo que se conoce del establecimiento es de 1870, apenas cinco décadas después de que Iturbide entró triunfante a la ciudad por la calle Plateros (hoy Madero).

Negar los acentos españoles de nuestra vida cotidiana –y perderse de sus sabores– es simplemente negarnos a nosotros mismos. Que no gritemos falsamente: ¡Viva México!   

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