Ciudad de México, diciembre 11, 2024 17:44
Ivonne Melgar Opinión

Video íntimo de Navidad

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“Esos son los episodios de la videoteca del recuerdo que grabaría en mi teléfono celular, si tuviera la oportunidad de registrarlos como ahora sucede con las cosas que pasan”.

POR IVONNE MELGAR

Las trampas de la memoria dejan en la cajuela del olvido imágenes que, con el tiempo, nos asaltan con la sonoridad de una palabra.

Son esas fotografías que nunca se tomaron y que se alojan en la evocación personal de los acontecimientos colectivos:

Mamá Rosita colocando el Nacimiento en una esquina de la sala con primorosas casas de cartón confeccionadas por ella. Y un pequeño espejo que, sobre el suelo, en medio del musgo ornamental, pretende asemejarse a un río.

Estoy feliz mirando cómo Papá Miguel desenvuelve las figuras de barro resguardadas cada año: la Virgen María, San José y el Niño Dios cubierto de algodón porque habrá de destaparse hasta el día 24.

Me gusta mucho ese momento en que, ahora lo sé, mis abuelos paternos disfrutan que esa niña preguntona los acompañe y celebre los pasos que conforman el ritual de los arreglos navideños.

Sucedió cada diciembre de esa década de los setenta en que Miguel Melgar y Rosa Brizuela, maestros ya jubilados, se instalaban en el goce de los preparativos y los detalles que sus nietas, mi hermana Gilda y yo, íbamos atestiguando en la espera de las cenas que reunirían a la familia.

Esos son los episodios de la videoteca del recuerdo que grabaría en mi teléfono celular, si tuviera -por un milagroso regreso a ese San Salvador de mi infancia- la oportunidad de registrarlos como ahora sucede con las cosas que pasan.

Le tomaría un video con acercamiento puntual a Papá Miguel bajando del bus de la Ruta 11, emocionado, exultante, diría, mientras mi hermana y yo, en la puerta de la casa de la colonia Las Rosas, lo escuchamos contarnos que en su búsqueda anual de adornos especiales ha encontrado uno bellísimo y que estamos invitadas a su inmediata instalación.

Pronto, Gilda y yo asistimos a la casa de enfrente, como le llamábamos, para ver cómo nuestro abuelo conecta una lámpara cilíndrica, de pantalla azul océano, en la que circulan peces de distintos colores y tamaños como en un iluminado acuario. Pasamos minutos disfrutando aquel pedazo de mar que él compró en el Centro de San Salvador, cuyas tiendas recorría detectando novedades. No sobra decir que entonces los adornos exportados se diferenciaban de los productos nacionales. Y esa pecera, supongo, era china o japonesa.

Grabaría también, sigilosamente y a escondidas, la proeza nocturna de mi madre colocando las esferas de colores sobre la rama seca de un árbol que previamente ha ido a conseguir al barranco trasero y que ella misma cubre de espray color plata.

Candelaria Navas es profesora y trabaja doble turno; en el matutino en una escuela pública, y en el vespertino en colegios privados; y por la noche asiste a la Universidad de El Salvador para terminar su licenciatura en Sociología. Y, sin embargo, esa joven de menos de 30 años tiene la fuerza de montarse en una silla para adornarles la Navidad a sus niñas que duermen. Desea verlas saltar de alegría a la mañana siguiente. Es sábado y ellas están ansiosas esperando las fiestas.

Ese video que nunca tuvimos ahora gira en mis pensamientos como historia de Instagram, donde en seguida colocaría la de los peces deslumbrantes de Papá Miguel y otras más relatando visualmente cada tramo en el que Mamá Angélica prepara los tamales en el patio de la quinta donde los mangos manila caen generosamente cubriendo la tierra.

Descalza, ese gusto que me heredó del contacto directo con el suelo, nuestra abuela materna va colocando en las hojas del árbol de plátano la masa cocida y encima el recaudo con garbanzos y pasitas. Consentidora profesional, nos ofrece aquel adelanto de su especialidad en platos de aluminio blanco y azul.

Más tarde, supongo que de otro día o en un año diferente, pero segura estoy que fue un 31 de diciembre, don Benito Navas, abuelo paterno, ríe a carcajadas celebrando los comentarios de nuestro padre Luis Melgar que comparte los tragos de feliz año nuevo con su suegro. Están ahí también mis tíos Patricio y Herman.

Es una escena inusual para nosotros que, como muchas familias, debe dividir sus convivencias en dos tantos en fechas navideñas. Y es tradición que vamos con los Navas en las primeras horas de la tarde, porque la cena y los abrazos de las 12 de la noche son con los Melgar.

Pero esa vez, quizá premonitoriamente anticipando la separación que vendrá con nuestra nueva vida en México, mi padre ha ido con nosotras a ver a Mamá Angélica y Papá Benito y, además, disfruta a rienda suelta aquel encuentro que, de lejos, observo contenta.

Elocuente y amable, pasado de copas, Luis Melgar parece declamar lo que platica. Es tarde, le dice Candy, apurándolo a volver a la colonia Las Rosas. Pero él quiere seguir ahí, en el desparpajo de esos instantes que se llaman felicidad.

Son estampas del video íntimo al que en un hipotético Instagram titularía “el paraíso de la armonía”, añadiendo enseguida la ternura de mis madrinas Mirian Alfaro y Edy Chacón, al mediodía del 24 de diciembre, cargadas de regalos para nosotras.

Fluyen en la caprichosa edición de la memoria el descubrimiento de las posadas mexicanas con música disco de fondo e irremediablemente estoy bailando Amor Salvaje.

Y Martín y yo lloramos quedito, de júbilo, en los primeros festivales de Santiago y Sebastián, en la guardería Centro Gesell, cuando suenan los villancicos y ellos, después, en nuestro departamento de Copilco, disfrutan una y otra y otra vez el repertorio escolar y se detienen en esa que tanto les gusta porque mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver a Dios nacido.

Son los años de los CD y ese es uno de los preferidos en la banda sonora de nuestras vidas, el fondo musical que hoy le pondría al imaginado video de la historia instantánea donde nuestros niños cantan, la lámpara del acuario de Papá Miguel rueda y se prenden, de madrugada, las luces del árbol que ha terminado de poner mi madre.

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