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Revista Digital Agosto 2020

Vivir con la Pandemia / El privilegio y la angustia

Soy un privilegiado. Sí, pero de inmediato pienso en mis hijas y sus familias y en mi familia ampliada. Mis hermanos, mis sobrinos, mis primos. ¿Ellos viven como yo esta contingencia? No. Y me lleno de angustia

POR GERARDO GALARZA

Uno de mis mejores amigos me dijo: “¡Lo único que nos faltaba, compadre: vivir la peste!”.  En otras palabras, lo completó, hoy sabemos lo que es ser apestados. Mi amigo, lector y hombre culto, sabe de lo que habla.

Yo debo confesar que nunca en mi vida, como lo escribí ya en otra colaboración periodística que retomo, me había sentido tan deseado, tan acosado. Sí, a mi edad.

Ser mayor de 60 años y padecer dos enfermedades crónicas de las que están en la lista negra, me hacen sentirme como una especie de manjar (gratis) para el virus SARS-CoV2, popularmente conocido como coronavirus, y que produce una enfermedad denominada covid-19 (¡carajo!, ya ni las enfermedades tienen nombres decentes), que puede ser mortal en muchos casos… aunque muchos mexicanos sigan sin creerlo.

¿Cómo he convivido con esta pademia, con esta cuarentena que parece eterna? Pues, aunque parezca contradición, la he vivido y he convivido desde el privilegio de… mi edad, la “tercera edad”, la vejez.

Sí, soy pensionado del IMSS. Cada mes recibo mi pensión luego de más de 40 años de trabajo asalariado. Una pensión correspondiente a lo que trabajé y pagué,  junto con mis patrones. En los hechos, como me lo dijo un amigo también pensionado: me levanto, me baño, desayuno y ya estoy desocupado… desde antes de la cuarentena, desde hace ya dos años.

Sé que esto no ocurre con millones de mexicanos trabajadores formales e informales, desempleados.

Es la realidad. Pienso en mis hijas. Una, ingeniera mecánica que ha quedado desempleada por una “reestructuración” por la pandemia en la empresa en la que trabajaba en Guanajuato,  además su marido es de aquellos no han dejado de trabajar en estos meses de terror; otra, arquitecta que todos los días tiene que salir, con su marido, a buscar nuevos proyectos para conseguir el ingreso cotidiano en la CDMX.

Y con buena cara ante los malos tiempos, creo que mi cuarentena no ha sido muy dificultosa. Estoy, por decirlo así, en cuarentena desde hace casi dos años, luego de más de 40 años de trabajar no de sol a sol, sino de sol a luna, de antes del mediodía a después de la medianoche, porque así era el horarios de los periodistas de antes.

Sonia –mi mujer, esencial en mi vida, con o sin cuarentena–, y yo hemos hecho una rutina diaria que poco ha cambiado en los tiempos de coronavirus. El ingreso salarial seguro, así sea de una pensión, da certezas en esta situación.

Sí, hemos cambiado. Salimos menos; a veces pasamos días enteros dentro de casa, pero hay que ir a comprar víveres, a hacer trámites bancarios y burocráticos, a citas con los doctores, a análisis clínicos y compras a las farmacias (cosas de de la edad y de las enfermedades crónicas).

La típica vida de los viejos. Sonia tiene más tiempo para la cocina, en donde tiene grandes habilidades y eso hace más disfrutable el enclaustramiento, aunque ella ya está harta y desea ir a un restaurante, a que le sirvan… aunque sea a la fonda de la esquina.

Vivimos en un pequeño fraccionamiento, con poco movimiento humano, lo que nos permite regar nuestro jardín y nuestras macetas y hasta hacer ejercicio caminando o en bicicleta, en un circuito de no más de unos 300 metros, que protege la sana distancia con nuestros vecinos.

No todo es ideal. Nos duele mucho no poder tocar, abrazar, besar a los nietos. Los vemos todos los días, pero con sana distancia. Ellos, como nosotros, intentan ocupar el tiempo: tienen horario de clases virtuales, ven películas y series, usan sus videojuegos. Nosotros hacemos lo equivalente… y leemos como nunca.

Leer y releer que es vivir; oigo música (de toda, menos rap, ni reguetón, pero sobre todo Serrat, Sabina y José Alfredo); veo películas y series en Netflix (no tengo TV por cable o satelital), algún noticiario de TV abierta; reviso y pierdo el tiempo en redes sociales y a veces chateo con los amigos y chismeamos con los familiares, nos reímos y nos preocupamos. También escribo, como ahora.

Reitero: soy un privilegiado. Sí, pero de inmediato pienso en mis hijas y sus familias y en mi familia ampliada. Mis hermanos, mis sobrinos, mis primos. ¿Ellos viven como yo esta contingencia? No. Y me lleno de angustia. Es probable que sobreviviamos al coronavirus, pero ¿sobreviviremos a la crisis económica, que ya está aquí, y a la social que se avecina?

Vivo en un estado, Guanajuato, asolado por la violencia y la inseguridad, pero con la pandemia del coronavirus la angustia es mayor.

¿Cómo convivir con la pandemia?, me pregunta Libre en el Sur, como exvecino por hogar y empleo (por 22 años) en la hoy alcaldía de Benito Juárez.

De entrada, me brota decir: pues, como uno puede. Sé que no es la respuesta que se busca. Eso lo hacen todos, para bien o para mal, y no es lo periodístico.

La peste de hoy  nos acosa a todos. Yo, mi mujer, muchos de mis amigos ya vivimos muchos años lo mejor que pudimos, poco vamos a poder agregar; pienso en la vida futura, en los niños que, quien lo dijera, ya quieren regresar a la escuela. Yo quiero que ellos vayan seguros, por el bien de todos (aunque esta frase suene hueca por sus implicaciones políticas, que no comparto), pobres y ricos; humanos, pues. Que puedan vivir su vida como es la vida.


Periodista. Fue reportero y codirector de Proceso, director de la agencia Apro, subdirector de El Universal, director editorial adjunto de Excélsior. Actualmente columnista de El Sol de México.

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