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Revista Digital Septiembre 2020

Vivir con la Pandemia / El recuento de los muertos

Cada noche tomo nota del recuento de los muertos. Y finjo ante mí misma que es imposible que alguno de ellos pudiera ser mío. Que alguno de ellos pudiera ser yo.

POR ORQUÍDEA FONG VARELA

2020. Mi último día “normal” fue el 8 de marzo. Aunque fue extraordinario: miles de mujeres marchamos pidiendo un alto a la violencia machista. Esa misma semana, el golpe de realidad: el COVID-19 estaba aquí. Ya no era más un rumor lejano. Pero todavía el fin de semana posterior, el gobierno de la CDMX autorizó un evento masivo: el Vive Latino.

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Cada noche tomo nota del recuento de los muertos (soy de la zopilotada, que dice AMLO). Nada es lo que creíamos en febrero. La comunidad médica estaba casi segura de que las madres embarazadas no contagiaban a sus bebés dentro del vientre. Ahora se sabe que es posible. Hace unos meses la evidencia disponible sugería que las afectaciones del virus eran mayoritariamente pulmonares. Ahora sabemos que los daños pueden ser en cualquier órgano. Y hoy leo que hay evidencias de que el virus “viaja” a distancias de hasta 5 metros, lo cual significaría que la “sana distancia” de 2 metros no sirve para un carajo.

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El 10 de marzo me dieron un último mes en mi empleo. Entre la gente se empezaba a hablar de tomar ciertas medidas de protección. Entre mis conocidos aún era motivo de bromas. El presidente invitaba a salir, a abrazarnos. Pero la información técnica era preocupante y en mi mente estaba la inquietud de que, en la marcha de las mujeres miles, de personas estuvimos juntas. ¿Cuántos contagios saldrían de ahí?

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El 22 de marzo, 14 días después de la marcha, esperaba los síntomas del contagio. Y los tuve. Pero fueron emocionales: la “fiebre” y la “tos” duraron apenas un día. Luego supe que no era un fenómeno inusual. Entre broma y en serio, en redes sociales se habló del “Covid psicológico” y tuve claro que un desafío ineludible sería conservar el equilibrio y la cordura. Lo que más me afectó fue ver —cuando salía a hacer compras— a la gente en la calle con total despreocupación, sin cubrebocas y sin guardar distancia. No he podido digerir ese contraste.

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Al quedarme sin empleo, era imperativo dejar mi amado departamento para ya no pagar renta. No quería. Recibí la señal de “vete” cuando el 19 de abril mi pareja me comunicó —por WhatsApp— que “gracias al encierro” había “podido reflexionar” y decidía el fin de nuestra relación. El 19 de abril también era la fecha en la que según López Obrador iba a terminar la cuarentena. El 1 de mayo me mudé, aterrada de permitir que los cargadores de la mudanza entraran y salieran y pusieran sus manos en mis pertenencias. Pero se trataba de sobrevivir, y para ello, paradójicamente, había de ponerme en riesgo.

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En la calle brilla el sol. Todo es tan normal. Tan como siempre. Voy a bordo de un Uber, mientras el camión de la mudanza, rumbo a casa de mi mamá, va por su lado. Viajo con mis hijos y mis gatos y en las calles nada tiene “cara de pandemia”. Y por eso, me digo, es tan difícil para tantas personas creer “en esto”. Pero ni los incrédulos ni yo hemos perdido a alguien. Ni estamos en un hospital, donde se vive este terror.

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Como cada noche, está a punto de empezar “la telenovela”, como llaman a la conferencia nocturna las huecas admiradoras de López Gatell (a quien encuentran guapo, cachondo). El gobierno de López Obrador, luego de su trastabilleo inicial (desde el punto de vista comunicativo), convirtió el COVID-19 en un espectáculo en que el subsecretario devenido en rockstar es el protagonista.

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Todo el tiempo me siento morir con el corazón roto. La pandemia me arrebató empleo, casa y amor. Pero pasan las semanas y los meses en este encierro y mi vida se va remendando. Todos los míos están sanos. Yo lo estoy. Tengo un techo. Vuelvo a la labor periodística, en pausa durante mucho tiempo. Y así, cada noche tomo nota del recuento de los muertos. Será, como dice López Obrador, que no me “gusta el cambio”. A saber.

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El 6 de agosto, 75 aniversario del bombardeo sobre Hiroshima, fue también el día en que pasamos la barrera de los 50 mil muertos. México está de luto.

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En tanto la cifra de muertos crece, López Obrador hace lo suyo: culpa, se evade, se burla, se defiende diciendo que hay países “con más muertos”, pero también les hace “homenajes” y ordena guardar minutos de silencio que a nadie sirven ya.

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El 13 de agosto, tan sólo 7 días después, rompimos la barrera de los 55 mil. El 18 de agosto ya se superaban los 57 mil. Nos acercamos velozmente al escenario “catastrófico” previsto por el gobierno federal: 60 mil muertos. Serán muchos más, eso es claro. Esa cifra estará superada cuando este texto se publique.

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Es el peor momento posible del México contemporáneo. La tragedia de esta pandemia es mundial, pero vivimos la desgracia adicional de un gobierno criminal en manos, no tengo duda, de un psicópata.

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Cada noche tomo nota del recuento de los muertos. Y finjo ante mí misma que es imposible que alguno de ellos pudiera ser mío.

Que alguno de ellos pudiera ser yo.

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