Recuerdos prestados
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Foto: Especial
Pareciera que hoy los momentos se almacenan en instantes. Un ‘selfie’, una imagen, un video que lo dice todo o que parece que lo dice todo. A veces lo juzgamos porque no lo entendemos. Creemos que es mejor nuestra forma. Más real.
POR MARIANA LEÑERO
En las líneas del recuerdo y en las hojas de la vida los padres escribimos momentos compartidos con los hijos. Escritores innatos. Atesoramos y escribimos experiencias para detenerlas en el tiempo. Detenerlas como fotografías para que no naufraguen en los mares del olvido. No importa la ortografía, ni la redacción, lo que importa son los recuerdos.
Escribimos sobre el embarazo, sobre el primer llanto, sobre los viajes, sobre los mejores amigos, sobre los miedos… Entre más grandes los hijos, más líneas, más libros, más tomos. La biblioteca crece y crece y guarda recuerdos.
Cuando nos visitan olores, sabores, personas y lugares del pasado, nuestros libros se abren como flores en primavera. Se acomodan en fila esperando ser narrados. Deseamos que con un: ¿te acuerdas cuándo…? Comiencen las historias.
¿Te acuerdas cuando plantamos un árbol?, ¿cuándo jugábamos a la comidita?, ¿cuándo aprendiste a nadar?, ¿recuerdas la casa de los abuelos?….
Corremos emocionados hacia nuestros más importantes lectores: nuestros hijos. Ellos son los protagonistas. Aquellos quienes en el pasado pedían que nos sentáramos cerca y les regaláramos tiempo: Una vez más, mamá. Una vez más, papá.
Queremos leer lo que escribimos, queremos traerles un cachito de la vida que vivimos con ellos. Nuestro corazón late como recién enamorado. Nuestros ojos se nublan de lágrimas vestidas de nostalgia. Nuestra felicidad nos ofrece una pisquita de sal.
Mientras les vamos leyendo aparece el silencio. Hay que llamarlos, no una sino dos, tres o hasta cuatro veces. Entre los mmm y el silencio hay que insistir en que suelten el celular. Celulares que roban despiadadamente la oportunidad de escuchar esas historias.
De repente escuchamos un: sí, sí lo recuerdo. No importa si la razón de que recuerden sea porque han visto fotos o han escuchado repetidamente historias del pasado o porque sí se acuerdan. Lo valioso es que llegan a la memoria esas historias de lo que fuimos y hemos sido juntos. Refrescamos sus raíces con los recuerdos.
Pasado un tiempo nuestros hijos regresan al celular. Aparatejo despiadado e incansable que quiere ganar la batalla: “Instagram”, “Snapchat”, “Tick tock”.
-No saben lo que se pierden-. Pensamos.
-No saben lo que se pierden-. Piensan.
Pareciera que hoy los momentos se almacenan en instantes. Un “selfie”, una imagen, un video que lo dice todo o que parece que lo dice todo. A veces lo juzgamos porque no lo entendemos. Creemos que es mejor nuestra forma. Más real. Seguimos insistiendo: ¿te acuerdas cuándo…?
¿No será que la insistencia en corroborar si se acuerdan es debido al miedo de creer que han olvidado lo que fueron? Creer que si cortamos los lazos con el pasado los perdemos, como si la única forma de estar unidos es a través de los recuerdos. Pero el tiempo no tiene fin. Vivir en el recuerdo o tener miedo al olvido es una forma anticuada de vivir. El tiempo es nuestro. No tiene final. No se pierde. No regresa. Avanza.
La conexión con nuestros hijos se escribe en presente. Y aun cuando a través de su cara adulta seguimos viendo al niño que siguen siendo, con nuestros hijos no hay tiempo. Hay amor eterno.
Llegó el momento de aceptar y sentirse orgullosos de que ellos se narran solos. Habrá que crecer para comprender y dejarlos ir. Es posible que ellos nos mantengan vivos como nosotros mantenemos vivos a nuestros padres. El tiempo es suyo. No tiene final. No se pierde. No regresa. Avanza. Somos un ciclo en el tiempo. Siempre estamos escribiendo y narrando: hoy somos y seremos los recuerdos de nuestro mañana.