El arbolito de regalos
Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.
Una cena navideña en casa de la familia Leñero Franco. Foto: Especial
“Cuando era joven, mi madre y yo inventamos una actividad que según nosotras le agregaría un toque diferente al típico intercambio navideño. Cada uno de la familia donaría tres regalos para rifar. Se prohibía comprar el regalo. Tenían que ser cosas que ya tuvieras en tu casa o que fueran regalos que ya no quisieras”.
POR MARIANA LEÑERO
En todos los años que hemos vivido en Estados Unidos la mayoría de las Navidades la pasamos en México. Si bien está la alegría de ver a toda la familia y a los amigos, los preparativos resultan ser una monserga que no recibo con felicidad. Desde que inicia noviembre comienzo a imaginarme como si un toro bravo viniera corriendo con toda su fuerza dispuesto a embestirnos: Tacatá, tacatá. Anuncios, ofertas, prisas, tráfico. Por todo lados agitando pendientes…
Las idas al centro comercial para comprar regalos, el acelere para aprovechar ofertas que resultan una farsa, idas por allí y venidas por acá.
Pero como muchas cosas que nos suceden en la vida hay que esperar por lo bueno. Subir la montaña para después mirar el paisaje, sudar para luego descansar, preparar la fiesta para disfrutarla. En este caso me tengo que recordar que en estas festividades lo importante no es el proceso sino el destino. Así que entre los villancicos que aborrezco, entre las lucecitas que me marean, entre lo aborrecible que es el consumismo que invita esta fecha, intento recordar siempre la recompensa. Amigos y familia que alumbran la vida y que se convierten indudablemente en los regalos. Intercambio de conversaciones, de risas, de un buen vino y de una buena cena. De reencontrarse con los que están y recordar a los que se fueron.
Cuando era joven, mi madre y yo inventamos una actividad que según nosotras le agregaría un toque diferente al típico intercambio navideño. Cada uno de la familia donaría tres regalos para rifar. Se prohibía comprar el regalo. Tenían que ser cosas que ya tuvieras en tu casa o que fueran regalos que ya no quisieras. Le llamamos simplemente El arbolito de los regalos. Realmente le hubiera quedado mejor El arbolito del roperazo.
Comenzamos con seis protagonistas: mi madre, mi padre, Estela, Isabel, Eugenia y yo. Mis padres tomados de la mano observando a sus hijas crecer para luego disfrutar también a sus nietas. Nosotros, riendo, platicando e invitando a nuestras parejas para ser parte de la obra.
El arbolito estaba hecho de cartulina verde al que le pegábamos esferas de colores hechas de papel terciopelo. Atrás de cada una había un número que correspondía a un regalo. Los regalos estaban envueltos con papel de china y la sala se llenaba de todos colores y no solo de colores navideños. Era hermoso. Los regalos realmente no eran valiosos y se compartían con todo aquel que nos fuera a visitar, no solo la familia. Podía ser la vecina, los que pedían limosna, amigos de visita rápida. A todos les tocaba algo que llevarse.
Por varios años hicimos algunos ajustes y uno de los más valiosos fue el que mi hermana Estela escribía un verso-adivinanza para cada regalo. Así que cuando sacabas el número te deleitabas con divertidas frases y chistes para luego adivinar qué era. Un trabajal tan grande como el tesoro creativo que Estelita nos regalaba.
La tradición se alargó con nuestras hijas quienes también participaban donando sus regalos. Los regalos parecían ser tonterías, pero al final tenían un valor inigualable. Cada uno llevaba una parte del que en algún momento fue su dueño. Porque además del verso, al final la persona te contaba donde lo había adquirido, quién se lo había dado, la razón por la que una vez fue importante para ellos. Cajitas, libros, dibujos, libretas. Como en la vida… algunos mejores que otros. Pero al final todos creábamos una hermosa imagen llena de alegría. Una imagen que tenía ya olvidada pero que hoy me es muy fácil recordar. Todos reunidos en la sala después de la cena, rodeados de envolturas, comiendo turrones, disfrutando un buen vino y con El arbolito de regalos como protagonista. Hilo conductor de un momento que se hace historia y se guarda en el alma aunque la razón a veces lo olvide.
Comenzamos con seis protagonistas: mi madre, mi padre, Estela, Isabel, Eugenia y yo. Mis padres tomados de la mano observando a sus hijas crecer para luego disfrutar también a sus nietas. Nosotros, riendo, platicando e invitando a nuestras parejas para ser parte de la obra.
A esta tradición, legado invaluable de mi madre, se le agregaron otras: las nietas creando obras de teatro dirigidas por Ireri y que ensayaban durante toda la semana. Museo de dibujos que los adultos comprábamos a peso. Recitales de poemas que con pasión mi padre y yo aclamábamos: Reír llorando, Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza!, Tiempo. Se unía también Chucho para dramatizar divertidamente el Brindis del Bohemio.
No sé si somos conscientes del privilegio que es ser parte de este tipo de eventos. Pero quizás para sentir el pleno amor no se necesita estar consciente. Solo se es consciente cuando falta. ¿Puede ser el gozo una tradición irrenunciable?
Y aun cuando parezca triste que esta tradición ya no es la misma, tengo claro que en nuestra familia El arbolito de regalos no ha desaparecido. Sigue vivo en sus protagonistas. Con fuertes raíces, con sólido tronco y lleno de colores como los del papel de china.
En estas fechas toca torear al toro que amenaza con embestirnos cuando inician los preparativos navideños. Recordar el destino. Cuidar eternamente la tradición que deja el gozo al desenvolver lo que serán por siempre nuestros verdaderos regalos.