Ciudad de México, marzo 21, 2025 16:31
Mariana Leñero Opinión

Mariana, así solito y sin compañía

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Fui entonces Mariana… Un nombre de ‘moda’, una vez me dijeron. ¿Acaso me quisieron entristecer, insinuando que tan desprevenidos agarré a mis padres que ni tiempo ni creatividad tuvieron para elegir mi nombre?”

POR MARIANA LEÑERO

Desde mucho antes de que nuestro cerebro fuera más grande que un grano de arroz, ya había alguien decidiendo cómo nos íbamos a llamar. Hay quienes creen que el nombre lo es todo, que define quiénes seremos, que nos amarra a la memoria o al honor de alguien más, aunque nosotros ni siquiera sepamos que existimos.

A veces, los nombres vienen con la carga de un antepasado que quiere hacerse presente de nuevo, ya sea en la forma de un pariente incómodo o de uno querido, según cómo lo vea cada quién.

En mi caso, como caí de sorpresa, el nombre salió espontáneo. Mi mamá tardó en decirme que no me tenían en sus planes, porque, estoy segura, quería evitarme cualquier secuela psicológica o algo así. Pero bueno, al menos mi nombre no vino con el peso de un tatarabuelo ilustre o de una tía de la que nadie quiere hablar. Simplemente apareció sin destino trazado. Eso, sin embargo, no significaba que llegara sin expectativas.

Porque, aunque no fui planeada, sí fui esperada con la ilusión de por fin romper la racha de tres mujeres seguidas. No lo logré. Y, aunque amo ser mujer, a veces me pregunto cómo hubiera sido si hubiese nacido como el “hombrecito de la casa”. Me imagino rodeado de atenciones, con un lugar asegurado, sin tener que inventarme una identidad distinta solo para despegarme de la sombra artística de mis hermanas.

Si hubiera sido niño, la diferenciación habría sido sin esfuerzo, sin tener que explicar que lo mío no era la dramaturgia, ni la pintura, ni el teatro que mis tres hermanas ya tenían en sus planes. Mi lugar especial habría sido automático: me llamara Panchito, Ronaldo o Gregorio. De ninguna manera habría sido porque decidiera tomar otro rumbo profesional, sino simplemente por existir con un par de cromosomas distintos.

Fui entonces Mariana… Un nombre de “moda”, una vez me dijeron. ¿Acaso me quisieron entristecer, insinuando que tan desprevenidos agarré a mis padres que ni tiempo ni creatividad tuvieron para elegir mi nombre?

Mariana, así solito y sin compañía. Ningun nombre pegado a él:  ni Mariana Juana, ni  Mariana Socorro.  Mariana afirmando que con un nombre basta. Mariana y punto.

No tenía apodos, o eso creía, hasta que conocí a Ricardo. Junto con su hermano Javier, se dedicaron a inventármelos: “Cejas de azotador”, “Bigotes de Pancho Villa”, entre otros, lo que provocó no solo un par, sino un montón de lágrimas.
Mi madre se oponía a secarlas, pues pensaba que era muy chica para depilarme ese bigote incómodo que aparecía y prometía quedarse para siempre. Tampoco quería borrar la incómoda conexión de pelos entre mis dos cejas, cuya densidad ahora apenas conservo.

Pero bueno, así fue: por mucho tiempo me sentí Mariana, solita y sin compañía.

Lo que no sabía es que, junto con ese nombre, venía mi apellido: Leñero. Y ese, sí que no era cualquier cosa. No era un apellido común que simplemente sonaba bonito. No, Leñero traía historia, peso, un legado. Ese apellido se pegó a mí con todas sus letras, como una marca imborrable. Lo llevaba orgullosa a todos lados, y cuando lo mencionaba, muchas personas me preguntaban: “¿Qué eres de Rubén Leñero?” – ¡Carajo! ¿Quién chingados iba yo a saber? Un tío de mi papa, doctor, cuyo legado se inmortalizó en el nombre de un hospital de la CDMX.

Había también otros que me preguntaban si era hija de mi papá: “¿Eres hija de Vicente Leñero?” Al oír esta pregunta, me imaginaba a mi pobre tío desconocido para mí, cabizbajo y temeroso, opacado ante la fuerza edípica con la que yo respondía: “Sí, es mi papá.”     

Pero habría que hablar de mi segundo apellido, el de mi madre: Franco. Aunque en México es común que el segundo apellido se use poco, en mi caso, cuando inicié la escuela, lo evitaba y lo sacaba de mi carta de presentación. Era irónico —y hasta casi dramático (como le gustaba a mi padre que fueran las cosas)— que mis padres hubieran decidido que entráramos al Colegio Madrid, una escuela de refugiados españoles. Siempre rogué que, cuando los profesores pasaran lista, no dijeran mi nombre completo: Mariana Leñero Franco.

No se trataba de no sentirme orgullosa ni de deshonrar a mi familia materna —y mucho menos tenía que ver con el amor que le profeso a mi madre —; se trataba de evitar la mínima presencia en mi vida de la imagen de Franco, dictador militar. Y, pese a que no teníamos parentesco ni relación con él, según lo que investigué, cada mención a “Franco” resonaba como un eco fúnebre. Y si a mi vida le faltara ironía, terminé emparentada con los “Solar”, refugiados españoles que me recibieron con gran amor. Todavía me pregunto si Luis, mi suegro, alguna vez se percató de que mi segundo apellido era Franco y, en caso de haberlo sabido, espero que lo haya olvidado.

Y aunque aún hay mucho que contar sobre los cambios que sufrió mi nombre —y, por qué no decirlo, mi identidad—, cuando me vine a vivir a Estados Unidos se produjo un giro inesperado en mis documentos oficiales, De un momento a otro, fui bautizada como Mariana Solar, sin el Leñero y sin el Franco.

No fue un acto violento ni un trámite complicado, pero tuvo en su momento un gran impacto. Tal vez parezca que aferrarse a un apellido es una tontería, pero cuando cruzas una frontera, todo lo que eras antes se revuelve y se despierta el deseo de no dejarlo ir.

Con el paso de los años, el Solar se ha adherido como un amor que le gustaría a uno tatuarse. Ahora es difícil imaginar que no sea mío, tan mío como el Leñero y como el Franco.  Los quiero a los tres porque al final, solo acompañan mi nombre Mariana: así solito y sin compañía

Compartir

comentarios

Artículos relacionadas