Ciudad de México, mayo 3, 2024 08:02
Francisco Ortiz Pinchetti Opinión Revista Digital Julio 2022

POR LA LIBRE/ Mi Paseo de la Reforma

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Puedo decir que en alguna forma el antiguo Paseo de la Emperatriz, como originalmente se llamó, fue durante muchos años el eje de mi vida. O de varias etapas de mi vida…”  

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

El retiro de la emblemática Palma centenaria de su glorieta en Paseo de la Reforma y Niza fue una pérdida para la Ciudad que dolió a muchos, sin duda. Para mí en lo personal fue como arrancarme de cuajo un pedazo de mi vida.

Les cuento: yo nací en el Paseo de la Reforma, en el Sanatorio Reforma para ser precisos, a unos pasos de la Columna de la Independencia. Es decir, a escasas tres cuadras de la Glorieta de la Palma, que así se llamaba. Pasé mi infancia toda en la colonia Cuauhtémoc, colindante con nuestro histórico paseo. Primero en la calle de Río Ebro y luego en la de Río Po.  Estudié mi preescolar en la Escuela Inglesa, que estaba justo frente a la rotonda del Ángel, en la confluencia con Río Tiber, donde ahora se levanta el hotel María Isabel.

Y La Palma ya estaba ahí.

De niño, mis paseos cotidianos eran por Reforma, distante apenas un par de cuadras de la casa. Casi siempre era mi madre la que me llevaba a caminar, a jugar en los prados, a treparme a las bancas de piedra, casi siempre con alguno de mis hermanos, con dos de ellos o con los tres: José Agustín, que era el mayor, Humberto el segundo y Margarita la tercera. El cuarto era yo. Yolanda, la quinta, todavía no nacía. Algunos domingos íbamos a oír misa a la Iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, que está todavía enfrente, entre las calles de Génova y Belgrado. Comprábamos pan y biscochos –y los domingos volovanes y merengues– en el Elizondo, de Lerma y Sena. Había a la vuelta de la casa un mercado público, una tortillería y una pulquería, cuyo olor todavía conservo en la nariz. Siempre había dos o tres teporochos tirados junto a la puerta. A veces se formaban algunas mujeres en el “Departamento de Damas para comprar su nautle. Una de ellas se la pasaba cantando.

Mis recuerdos de aquella época son hoy necesariamente borrosos, pero hay cosas que se me quedaron bien grabadas. Como cuando en el kínder metí las manos en el agua de la fuente que había en el patio de la escuela y luego me toqué los ojos. Fue la primera vez que mis papás tuvieron que llevarme con el oftalmólogo, que según me acuerdo era el doctor Brauer, o algo así, para que me atendiera de una infección. La segunda vez fue tiempo después. Mi papá, que se llamaba José, solía fumar puro. Un día que íbamos en el coche, yo atrás, sacudió tranquilamente su habano por la ventanilla, sin percatarse que la ceniza no calló a la calle, sino que se introdujo al interior del auto y se me metió en un ojo. Me tuvieron que llevar otra vez con el doctor Bauer, o algo así, para que me hiciera un lavado con agua de manzanilla.

Y La Palma seguía ahí.

Otro recuerdo inolvidable fue del Día del Desfile, un 16 de septiembre. Habré tenido seis o siete años, que por supuesto recorría el Paseo de la Reforma, rumbo al Campo Marte. Me acuerdo que la gente reunida en la orilla de los camellones a ambos lados del arroyo se amontonaba de tal manera que no dejaban ver a los de atrás, razón por la cual mi padre tuvo que levantarme en hombros.

No fue por cierto mi primera vez; ya antes, me habían llevado a ver la parada militar desde el balcón de la oficina de mi tío Enrico, el abogado, en la avenida Juárez, frente a la Alameda Central.  Ese día, por cierto, estrené un traje de dos piezas, con su caso y su pantalón… corto, por supuesto. Desde entonces, esa prenda se llamó El traje del Desfile.

Puedo decir que en alguna forma el antiguo Paseo de la Emperatriz, como originalmente se llamó, fue durante muchos años el eje de mi vida. O de varias etapas de mi vida.  

Años más tarde, regresé para trabajar en unas oficinas que ocupaban una de las pocas casonas porfirianas del presuntuoso Paseo, en la esquina con Río Sena. En esta época frecuentaba las calles y los establecimientos de la Zona Rosa, ubicada justo enfrente, del otro lado de la avenida. Caminé mil veces por Génova, Londres, Hamburgo, Niza, Amberes y otras calles de esa entonces muy concurrida zona. Con frecuencia íbamos al Kineret, al Konditori, al Sanborns, al Chalet Suizo de la calle Niza. A veces, al Focolare o al afamado Bellinghausen, que ahí siguen.

Y siempre La Palma ahí.

Ahí estaba, si, la madrugada del 11 de enero de 1967, que fue la última vez que nevó en la capital. Los copos empezaron a caer justo cuando mi querido Federico y yo caminábamos por el camellón lateral de Paseo de la Reforma, rumbo a Tiber, luego de salir de trabajar. Obviamente fue un espectáculo inolvidable, cuyo escenario otra vez fue mi entrañable avenida.

Recientemente, apenas en octubre pasado,  regresé por esos rumbos con Becky, mi inolvidable compañera. Caminamos por la lateral de Paseo de la Reforma, precisamente a la altura de Génova, hasta Niza, Havre y otras calles, para luego ingresar a la vieja Zona Rosa en busca de los recuerdos. Ella había vivido ahí durante un par de años a mediados de los ochentas, cuando llegó de su natal Guanajuato para estudiar periodismo en la escuela “Carlos Septién”. El deterioro que ha sufrido la otrora orgullosa colonia Juárez, y particularmente calles como Hamburgo, Londres y Liverpool le decepcionó. Ya no estaban los cafés, los restaurantes, las tiendas que ella frecuentaba. Mi siquiera el edificio en el que ocupó un departamento del tercer piso, y en el que pasó el sismo de 1985. Hasta se puso triste; se consoló un poco cuando la invité a comer al restaurante Casa Bell, de la calle de Praga. Después regresamos a Reforma y caminamos nuevamente por sus camellones. La nostalgia le sirvió a Becky después para escribir su columna semanal para Libre en el Sur, un bello texto sobre su desencanto al encontrar una Zona Rosa que poco tenía que ver ya con la que ella conoció.

Y La Palma todavía estaba ahí.

Válgame.

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