Ciudad de México, noviembre 6, 2024 15:34
Opinión Rebeca Castro Villalobos

Un anhelo cumplido

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Mi abuela siempre me decía suspirando que su gran anhelo era, además de subirse a un avión, el de conocer una playa…

POR REBECA CASTRO VILLALOBOS 

Tengo la dicha de tener a un grupo de amigas, muchas de ellas lo son desde la infancia y/o juventud. Todas somos egresadas del Benemérito Instituto La Salle de Guanajuato capital, a cargo de las Hijas Mínimas de María Inmaculada. A esa congregación perteneció mi querida tía abuela Esther Villalobos, aunque desconozco las razones por las que tuvo que cambiarse el nombre a Amelia. Después de profesar la mandaron a Cuba, concretamente a Santa Isabel de las Lajas. De su estancia allá no sé muchos detalles, salvo que a la llegada de Fidel Castro al Gobierno, mandó de regreso a sus lugares de origen a todas las monjas y sacerdotes, toda vez que a sus inicios fue un perseguidor de la Iglesia.  

“La madre Amelia”, como se hacía llamar, era una excelente maestra de matemáticas y tuve la buena o mala suerte que me diera clases en segundo de secundaria. Mi apreciación se basa en que, por ser su sobrina, no podía “fallar” en la catédra, precisamente en esos tiempos de adolescente en los que se antojaba más la rebeldía que ser la bien portada del grupo. Y aunque, en varias travesuras o fechoría, me solidarice con mis compañeras, yendo de “pinta” o desobedeciendo las reglas; finalmente logré no avergonzar a mi tía con la calificación final. 

Todo viene a colación porque se acerca la Semana Santa, de Pascua y los consiguientes días de asueto en los que más de alguno gustan de las playas de nuestro país. Pese a la pandemia, pero con las debidas medidas sanitarias, se tomará camino o vuelo a esos paraísos que con la familia, en pareja y amigas hemos podido disfrutar, en especial Nuevo Vallarta. Y es que además de esas grandiosas escapadas, precisamente a casa de una de las amigas del grupo, Malena, siempre excelente anfitriona que nos ha reunido en más de una ocasión, y que esta vez no será la excepción publicando ya en nuestro grupo de chat la respectiva convocatoria.  

De esas travesías con mis amigas hay mucho que contar. Empero, esta vez me remonto un poco más atrás con Catalina, sí es mi abuela  materna, a quien “llevé” a Buenos Aires a bailar tango, en fotografía.   

Catita o Tata, como cariñosamente le decíamos, la segunda de una familia de cinco hermanos a los que sobrevivió hasta el 2003, quedó habitando sola la vivienda que se localiza en el centro histórico del terruño, incluso es un inmueble catalogado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, y del cual en otro texto me gustaría compartir más de ese sitio, al que con justa razón llamaría “la Casa de Misterios, Leyendas y Sorpresas”. 

Desde que recuerdo, siempre mi abuela  me decía suspirando que su gran anhelo era, además de subirse a un avión, el de conocer una playa. Actividades que no pudo llevar a cabo primero por su trabajo en la ahora Comisión Federal de Electricidad, de la cual se jubiló, para posteriormente dedicarse a cuidar a su hermana mayor y a mis tías bisabuelas con las que vivía y cuya salud se iba deteriorando hasta que fallecieron. 

Cuando hablaba y mostraba imágenes de playas era literal, porque Tata había tenido la fortuna de obtener una beca del gobierno y con sus apenas 14 años estudiar inglés en Nueva York, ciudad a la cual se embarcó desde el Puerto de Veracruz, eso sí llevando como chaperona a su tía Virginia. Por lo que en su momento me contó, el trayecto fue de varíos días, hasta el desembarco. Junto con otros becarios, mi abuela estuvo un año en esa metrópolí tiempo en el que además de aprender el idioma, vivió muy feliz; tanto que ya no quería regresar y se hizo necesario que su tía viajara por ella. 

Ciertamente, ella conoció el mar arriba de un barco; no así las playas que en esos lares no son propias para ingresar por las bajas temperaturas.  

Si mi memoria no me falla fue en 1994, para una Semana Santa precisamente, cuando se organizó un viaje familiar a la ribera de Nuevo Vallarta. Mi padre tenía un amigo cuya familia es propietaria de un hotel: Villa Varadero, donde se rentó un bungalow. Pese a que yo al igual que mis hermanas Patricia y Rocío estábamos casadas, ese placentero viaje se planeó solo con  mi persona  y de acompañante, a tanta insistencia, convencí a Catita quien muy de mañana me espero con su pequeña mochila en mano en la puerta de la casona para abordar mi vocho rojo, apodado “el rorro”.  Tomamos carretera rumbo a Guadalajara, punto de reunión para seguir la aventura, y donde mis padres ya se habían trasladado en avión o camión. 

En otro vocho, propiedad de mi padre, viajaron Patricia, esposo y dos hijos, mientras que Rocío y su marido nos esperaban en su piso en la perla tapatía. Para tal excursión mi cuñado adquirió una combi, en donde bien cabían todos, y a la que mi abuela como copiloto y yo al volante seguimos atrás en el consabido “rorro”. Conforme bajamos por la estrecha carretera, recuerdo que el calor iba en aumento y en una de esas que nos adelantamos a la camioneta, ya casi en Vallarta, e hicimos un alto para unas frías cervezas que nos parecieron a las dos como un oasis en el desierto. 

Desde que en el camino se empezó a vislumbrar el mar, los ojos de mi abuela se humedecían para con una sonrisa voltear y agradecerme el haberla llevado conmigo. Y si ese momento invaluable para m fue en el trayecto, imaginen cuando se quitó los zapatos y medias de naylon que portaba para pisar como una niña pequeña la arena de la playa y mojar sus piés con las pequeñas olas que se formaban. 

He de señalar que Catita, siempre mantuvo un luto Desde que la recuerdo siempre vistió de negro, atuendo que en nuestra estadía cambió por una larga y fresca camiseta, obsequió de mi cuñada quien residía con mi hermano en Haití y que afortunadamente guardé en mis pertenencias. Recuerdo que, estando solas mientras el resto de la familia decidió salir a pasear, y pese a que el bunglow habíamos adquirido todo tipo de bebida y comida, sin embargo para ambientarnos un poco y recostadas en los camastros frente al mar, pedí servicio de coctelería y botana, que se añadirían a la cuenta final de mi padre. 

Apenas dos días y medio disfrutamos en esa playa de la que sólo el atardaecer y los mosquitos nos hacían ingresar a la habitación. Fue un tiempo maravilloso que con nostalgia viene a mis recuerdos. Por mi quehacer de reportera en el diario local del terruño, tuvimos que adelantar nuestro regreso, mientras que los demás lo harían al día siguiente.  

A partir de esa excursión, me hice el propósito de cumplir su otro sueño de desplazarnos juntas en avión algún bello sitio del país. Lamentablemente el plan ya no pudo concretarse, quedándome la satisfacción de haberla hecho paratícipe de esa y otras muchas aventuras de las que fuimos cómplices.  

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