Ciudad de México, octubre 11, 2024 22:12
Ivonne Melgar Opinión Revista Digital Noviembre 2023

Una postal de Madrid y las cartas del amor eterno

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“Hoy que la falta de una palomita azul o su respuesta inmediata nos duele, asusta, preocupa, enoja o al menos nos indica algo… Bien vale recordar que hubo un tiempo en el que el tramo entre un te extraño y el yo también duraba semanas”.

POR IVONNE MELGAR

Cada vez que una alerta del WhatsApp avisa que ahí, en ese mensajero, el contenido dispuesto se irá autodestruyendo, pienso en la imposible intención de resguardar el intercambio amoroso, solidario, intenso, polarizado, agrio y finalmente cotidiano que ahora depositamos en ese carril de la vida.

Me tocó padecer el sentimiento de pérdida cuando apenas aprendí a manejar el gran invento de la comunicación instantánea: quería quedarme por siempre con las conversaciones familiares, las que al despertar tengo con mi madre y hermana; las que me dan rumbo con mis amigas y se convierten en una guía de fechas clave.

Intentaba convertir en bitácora de biografías compartidas el día con día con mis hijos y con Martín: desde el qué se les antoja comer este sábado hasta fíjense que tuve una pesadilla, pasando por las cavilaciones de las horas rudas laborales, el aviso de llegaré tarde, la carita de todo bien en el reven que ellos me mandan, la propuesta indecorosa de vayámonos de vacaciones, aunque los pendientes se abulten…

Tenía la ilusión de archivar los intercambios con fuentes que considero valiosas en mi quehacer periodístico porque me dan rumbo, ayudándome en el gozoso armado del rompecabezas de tramos de realidad y sus percepciones y que cada sábado aspiro retratar en la columna de Retrovisor en Excélsior.

Supe pronto sin embargo que, en algún momento, debía despedirme de ese registro que no en pocas ocasiones hace las veces de brújula sobre cuándo, cómo y quién dijo o realizó determinado acto. Porque en la vorágine de los acontecimientos, a veces, la memoria hila momentos, vincula lo supuestamente inconexo. Y es cuando el mensajero con determinada persona se vuelve una salvación para recuperar un dato, una fecha, una cita, un nombre. “Es que en el chat de reporteros Noticias alguien contó que fulano iba a renunciar; lo leí en la fila de Oxxo ubicado frente a la sede nacional del PRI. ¡Sí, fue ese día, bingo!”. Recuperados los referentes, voy al día de esa cobertura y, claro, ahí sigue intacto el dato ignorado y ahora relevante.

Así que cuando no hubo más remedio que decirles adiós a los chats infinitos, “vaciarlos”, para aligerar la memoria del celular, fui asimilando la naturaleza instantánea, volátil, etérea, desechable de este correo del que bien podrían salir decenas de crónicas del acontecer público, pero sobre todo cartas y postales de aquellas que fueron parte de la vida hasta nuestros primeros años posteriores al egreso de la carrera de Ciencias de Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales en la UNAM.

Una va acostumbrándose resignadamente al acto voluntario de desalojar la intimidad de las palabras que hemos tenido con otros, en un tiempo en el que además también estamos aprendiendo que el agobio, la angustia, el miedo y la ansiedad generalmente tienen que ver con esa formación emocional acumulada de pensar demasiado en qué pasará mañana, olvidándonos de disfrutar el día de hoy.

Ahora ya resolví que unos chats se vacían semanalmente, otros se autodestruyen porque así lo determinan sus remitentes y algunos míos se queda por un ratito ahí, esperando que ya no duela mucho desaparecerlo o que baje su utilidad reporteril.

Al menos ahora sé cómo ir administrando la eliminación de esa memoria, evitando la desagradable sensación del descontrol que en varias ocasiones padecí cuando cambiaba de teléfono y el chat regresaba trunco, justo sin la información que sería clave para la columna de la semana.

Son los aprendizajes de ese correo volátil que acrecienta la añoranza, casi de museo, de las cartas que nos traía el señor cartero, aliado imprescindible de aquel estado emocional que era la capacidad de disfrutar la demora, la fuerza interna de postergar la recompensa diría la neuropsiquiatra española de cabecera Marian Rojas Estapé.

Porque efectivamente la forma de comunicarnos marca cómo sentimos, hoy que la falta de una palomita azul o su respuesta inmediata nos duele, asusta, preocupa, enoja o al menos nos indica algo…Bien vale recordar que hubo un tiempo en el que el tramo entre un te extraño y el yo también duraba semanas.

¿Cómo era sentir el amor en un papel que se quedaba para siempre ahí y que podíamos y queríamos leer decenas de veces?

Temo por eso a una nueva mudanza. Porque en las anteriores, aun cuando hubo cajas, camiones, imprevistos, carcajadas, ayudas solidarias, ahora sólo recuerdo las horas en que sentada en el piso desempolvaba las cajas de recortes, fotografías sueltas, cartas y postales que, en medio del descarte de tiliches, retrasaban la tarea ante la delicia dolorosa de quedar atrapada en amores idos, sueños evaporados, lealtades que escritas fueron inalterables.

Porque desde que se dio el primer cambio de domicilio en nuestra residencia en Mexico, acaso a finales de 1979 o inicio de 1980, he cargado con mi correspondencia: las cartas de amor profundo y perfecto de mi madre cuando contestaba las mías y en las que le preguntaba cómo era su regreso a San Salvador; alguna todavía de mi abuelo Miguel, un apasionado del intercambio epistolar; las de amigos entrañables de la Facultad durante mi estancia en El Salvador para realizar la tesis profesional y ellos me daban cuenta y seña de unos años que luego llamaríamos los de la transición democrática; y las preciosas declaraciones de entrega pura y amorosa de Martín.

Por eso tengo miedo de mudarme un día de estos y volver a esos sobres donde palpita la memoria de los sentimientos que se escribían con esmero, en un tiempo donde la palabra registrada en un papel tenía el sello de la eternidad.

Cuando llegue esa hora, sé que me faltará la correspondencia que en mi ensueño del pasado supongo que ahí sigue esperándome, sobre todo la primera postal que llegó a mi nombre a la casa de San Salvador, en la colonia Las Flores: venía de Madrid y era de mi padre José Luis Melgar Brizuela, becado por unos meses en España, y en la que me contaba del río Sena que el fin de semana anterior había ido a visitar en tren.

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