Ingrata coincidencia
Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.
Era inútil dar explicaciones, no era tiempo de ser terapeuta, era tiempo de convertirme en mamá.
POR MARIANA LEÑERO
A tres días de dar a luz, me llamaron a hacer un examen de admisión para un niño que quería entrar al colegio Montessori. Pese a que para ese entonces me era muy difícil moverme por la panza tamaño tinaco que cargaba, acepté sin dudar.
Es fácil hacer exámenes de admisión a niños pequeños. La probabilidad de que cuenten con el potencial para aprender es muy alta.
Con panza en cuerpo o cuerpo en panza me dirigí al colegio. Ahí estaba un güerito, regordete con mocos recién limpiados esperándome.
Como en todas las evaluaciones, platicamos por unos minutos. Sabía contar hasta diez, se acordaban de una historia, sabía colores, formas, saltaba de cojito, lanzaba una pelota. Estaba preparado. Antes de terminar solicité que dibujara a una familia. Me mostró el dibujo: Un hombre enfrente de una cama, sostenía en la mano lo que parecía una pluma, una jeringa o un cuchillo. Había también unos corazones, o lo que parecían ser dos corazones unido con cables estilo Frida Kahlo; gotas rojas esparcidas por todos lados. Los trazos eran fuertes y desorganizados. Hice las preguntas que me habían enseñado hacer, pero sus respuestas no eran claras para mí y no podía llegar a una conclusión definitiva. Llamé a la directora para decirle que el pequeño tenía las habilidades para entrar a Kínder pero que sería apropiado consultar a una psicóloga para indagar sobre algunos aspectos de tipo emocional. Eso mismo lo compartí con la madre y la abuela que me esperaban en la entrada de la oficina. El padre no había podido asistir a la cita. Antes de terminar con mi explicación interrumpió:
-Mi hijo es sumamente capaz y no tiene ningún problema emocional. No es necesario que lo evalúe ninguna psicóloga.
Intenté explicarle que no significaba que hubiera un problema pero que podía ayudarnos a entender… La madre no me dejó terminar y rápidamente se levantó, tomó de la mano a su hijo y dio por terminada la cita. Ni un adiós y ni tiempo de despedirnos.
Dos días después yacía yo en una cama de hospital pujando por abajo y por arriba. Ya no había espacio para acordarme de lo que había pasado. Después de unas horas de pujar por ahí y por allá, se tomó la decisión de que sería cesárea. Me mandaron a la sala de operaciones. En la puerta me recibió el anestesiólogo. Eran de esos doctores que les gusta platicar. La política estaba en boca de todos, hasta de las embarazadas a punto de parir.
–¿Y vas a votar por Fox? preguntó.
Silencio.
-Bueno, es que si votas por Cárdenas me tendrás que explicar…
Era una pregunta difícil de responder en momentos en que quién la hace trae en la mano una jeringa tamaño Torre Eiffel. El que calla otorga o el que calla esta cagado de miedo.
–No te apures, en todos estos años nunca me he equivocado en poner la epidural.
Malísimo su chiste, pero ni qué decir, tenía la jeringa en su poder.
— ¿A qué te dedicas? –continuó.
–Soy terapeuta de niños, contesté.
Moviendo con enjundia la mentada agujita, se me acercó alzando la voz.
–Espero que no seas como esa escuincla pedante que hace tres días evaluó a mi hijo y recomendó que le hicieran una evaluación emocional. ¿Te imaginas?, ¿algo emocional? Ni que estuviera loco. Es un niño inteligentísimo.
Aun en mi estado pude percatarme de la ingrata coicidencia. No dije nada.
–Yo no pude estar ahí porque andaba en cirugía pero si hubiera tenido enfrente a esa escuincla, la dejaba bien calladita y sin argumentos.
En ese momento ya no me dolía nada, no sé si por el efecto de la epidural o porque la ingrata coicidencia se acomodaba dentro de mí ahogando cualquier miedo. Era inútil dar explicaciones, no era tiempo de ser terapeuta, era tiempo de convertirme en mamá.