Ciudad de México, noviembre 21, 2024 14:49
Opinión Francisco Ortiz Pinchetti

El regreso de las tarjetas navideñas

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Ante el anuncio en Estados Unidos del inminente regreso de esa tradición prácticamente perdida en nuestro país, la nostalgia es mayor que mi entusiasmo por una práctica decembrina con la que tuve un trato directo y cercano…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Para mi prima Lupita Cabello Pinchetti, en sus 80 + 1.

Más nostalgia que entusiasmo, la verdad, me provocó la noticia de que las tarjetas navideñas están de regreso. Y es que además de mi gusto de siempre  por las fiestas decembrinas, en particular tuve una relación estrecha y directa con esas piezas postales tan entrañables que llegaron a estar entre los elementos básicos de las celebraciones familiares de esta época del año.

“Las tarjetas navideñas están saliendo del olvido a medida que los millennials ven con nostalgia el correo postal”, nos dice la información original de The Washington Post recogida aquí por Reforma. Patrick Priore, el director de productos de Paper Source, indicó que las ventas de tarjetas navideñas en 2021 aumentaron un 14 por ciento en comparación con 2019 en Estados Unidos. “Los millennials responden a la naturaleza analógica de las cosas. Las tarjetas son algo orgánico y puro que es anti digital y realmente te lleva al pasado”, dijo. “Piensan: ‘Oh, nuestros padres solían enviarlas’. Son geniales de nuevo”.

Interesante, sin duda. De ser así, podemos estar seguros de que la costumbre de enviar tarjetas navideñas a nuestros familiares y amigos tendrá su resurrección también en nuestro país.  La verdad es que ya nadie manda tarjetas navideñas, de las que los carteros entregaban millones en las semanas previas a la Navidad, y que era costumbre colocar en el arbolito navideño o en la chimenea de la casa, cuando la había; ni se toma fotos con el Santa Clos de la Alameda Central, cuya entrega a domicilio fue por cierto junto con mi querido primo Romeo Muñoz Pinchetti  la primera chamba de mi vida, allá a fines de los años cincuenta. Ni siquiera los vendedores de castañas asadas con su anafre de carbón y su pregón inconfundible se encuentran ya en las calles de nuestro Centro Histórico, como ocurría siempre por estas frías fechas.

Les cuento que allá a principios de los años sesenta del siglo pasado, cuando estaba todavía en la Prepa, tuve mi propia imprenta dedicada básicamente a la impresión de tarjetas navideñas. Resultó que el papá de Vicente Gómez, un compañero mío del colegio Amado Nervo de la Roma Sur, tenía un expendio de aceites para automóvil en la calle Pedro Antonio de los Santos, en San Miguel Chapultepec. Y parte de la accesoria que rentaba en la planta baja de un edificio era una pequeña bodega en la azotea. Y accedió a prestárnosla.

Entonces fuimos a la plaza de Santo Domingo, en el centro, en cuyo portal estaban los famosos “evangelistas” que escribían cartas de amor y cualquier clase de documento en máquina de escribir. Y también las pequeñas imprentas, dedicadas a la elaboración de tarjetas de presentación, invitaciones de bodas y quince años… y tarjetas de Navidad. Conseguí que alguno de ellos me vendiera una vieja pero flamante prensita manual en dos mil 500 pesos, incluidas dos cajas de tipos movibles. Así que la cargamos la maquinita de puro acero, pesadísima, en la camioneta de Vicente y nos la llevamos a “nuestro” local.

Luego mandé parar en linotipo varias frases alusivas a la Navidad, algunas francamente cursis, pero sin duda pegadoras. Recuerdo una de ellas: “Que las dulces palabras de Jesús, amaos los unos a los otros, persista en vuestros corazones en esta Navidad y  a través del Año Nuevo”.

Por el rumbo de la calle Independencia, también en el cetro, estaban varias casas distribuidoras de tarjetas navideñas al mayoreo. Ahí adquirimos los catálogos correspondientes e iniciamos la venta por pedido. El cliente escogía el modelo y se le imprimía el mensaje de su elección y su nombre. Podían ser desde 25, 50 o un ciento, cuyo precio por unidad se reducía según la cantidad de ejemplares.

Mi hermana Margarita, que siempre ha tenido facilidad para las ventas, me ayudó en la comercialización. El negocio marchó satisfactoriamente, aunque en una escala menor debido a nuestras limitaciones obvias. Eventualmente tuvimos también algunos clientes que nos encargaron tarjetas de presentación o invitaciones, pero lo fundamental fue la impresión de las tarjetas navideñas.

En una ocasión se me ocurrió una manera distinta. Compramos saldos de tarjetas navideñas de años anteriores, que las propias distribuidoras vendían a precios muy reducidos. Trepamos la prensita en la camioneta de Vicente, invitamos a mi primo  Romeo, mi compañero de aventuras mil, y nos fuimos a Pachuca, ciudad en la que yo había vivido durante un año, poco antes durante. En la Bella Airosa, como se conocía a la capital hidalguense, residían mis tíos Clemente Cabello y Adelita Pinchetti, padres de Lupita y Clemente, mis primos muy queridos.

Nos instalamos sin ningún recato en plena plaza del Reloj, la principal de la ciudad. Dentro de la camioneta yo me encargaba de la formación de la “rama”, con el texto escogido por el cliente y su nombre. Vicente era el impresor, que accionaba incansable la alargada palanca. Y Romeo, afuera, el encargado de promover la venta, exhibir las tarjetas y cobrar. Se trataba de una oferta irresistible: “25 tarjetas por 25 pesos, con su nombre impreso y el texto de su elección”, escribimos en cartulinas que fijamos a la camioneta-taller.

Hay que tener en cuenta que en ese entonces las tarjetas navideñas eran una costumbre relativamente cara, a la que tenían acceso clases medias para arriba. Ponerlas al alcance de personas de estratos más bajos, era también una labor social de nuestra parte. Así que la gente empezó a cercarse, con cierta curiosidad. Y poco a poco fue aumentando, hasta constituir un pequeño tumulto en torno a nuestro vehículo, lo que llamó la atención de un policía. “Bueno, la verdad es que están vendiendo muy barato”, nos dijo el agente, como admitiendo nuestra presencia. “Nada más procuren que no se estorbe el tránsito”. Le regalamos sus 25 tarjetas impresas con su nombre.

El experimento fue un éxito rotundo. Casi no nos dábamos abasto para atender a la clientela, que se agolpaba para escoger y comprar sus tarjetas. En unas tres horas, nuestra dotación de agotó y pudimos regresar a México, felices por la ganancia. Por supuesto, ahí mismo surgió la idea de repetir la ocurrencia en otras ciudades cercanas, hacer una gira, comprar tarjetas en volúmenes mayores…  Por una cosa o por otra, sin embargo, llegó la Navidad sin que pudiéramos hacer un nuevo viaje y los planes se quedaron guardados… ¡para siempre!

Pienso que, contado lo anterior, se entenderá mejor mi incontenible nostalgia por las tarjetas navideñas y mi alegría de que en efecto pueda resucitar esa bella costumbre a la fecha convertida ya en un mero referente histórico de nuestra infancia y juventud. Válgame.

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