Ciudad de México, mayo 4, 2024 03:10
Opinión Francisco Ortiz Pardo

EN AMORES CON LA MORENA / El teatro de la vida

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

En el tintero ha dejado varios sueños en espera de cumplirse algún día, como la evocación de su niñez en el circo y todas las metáforas probables que de ella se desprenden tras un largo proceso de entendimiento sobre la conducta humana.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Rafael Pardo Ortiz es mi primo hermano y mi tío a la vez, según consta en nuestros apellidos. Por romances cruzados ocurridos cuando mi existencia ni siquiera era un plan, su progenitor, el hermano menor de mi abuelo materno, casó con la hermana mayor de mi papá. En su infancia Rafa aprendió lo mismo a inyectarse la insulina para paliar la diabetes diagnosticada en el Instituto Nacional de la Nutrición, que a ser mago de fiestas infantiles para apoyar en el sustento familiar. Aficionado al circo, se pintaba como payaso y adoptó el nombre de Tololito. Así que para cuando ingresó a aprender actuación en la escuela de Adriana Roel ya tenía buena idea de lo que eran las artes escénicas. Un día llegó con Talina Fernández, quien lo contrató, todavía siendo un chamaco, como parte del elenco de Corre GC corre, la versión para la televisión del popular juego de mesa Maratón. Formado empíricamente en la producción y dirección televisiva, fue brazo derecho de Rafael Baldwin en decenas de programas de la televisión comercial, la Miss México entre ellos, aunque los que recuerda con más cariño fueron los de corte cultural, como Conversaciones con Octavio Paz o el realizado para el célebre Encuentro Vuelta.

Pero en la parte informal de nuestras vidas, Rafa y yo somos hermanos, y en infinitos cafés –que él no se toma— hemos compartido lo mucho que nos duele nuestro país y también lo mucho que lo amamos. Nos hablamos sin tapujos en el lenguaje de la tristeza y hemos logrado descifrar cómo es que el arte nos libera. 

Por más de tres décadas, Rafa ha resistido como buen tortero en crisis (no dije torero, que también), los embates de pandemias y de crisis económicas, y el de su enfermedad, para continuar con la tradición de la única pastorela que trascendió aquellas legendarias de Miguel Sabido, y que es hoy el más importante referente del género en Ciudad de México. Una puesta sobre los mitos –tan inherentes a la vida— lo llevó a explorar la espiritualidad en rincones tan lúgubres como misteriosos. En el tintero ha dejado varios sueños en espera de cumplirse algún día, como la evocación de su niñez en el circo y todas las metáforas probables que de ella se desprenden tras un largo proceso de entendimiento sobre la conducta humana; así como el montaje teatral de un drama contado por mi padre en un reportaje de cuando fueron linchados unos vendedores de dulces en la Huasteca Hidalguense.

Rafa se presenta en corto como alguien que ha tenido suerte en la vida. Pero yo creo que lo de él es agradecimiento por habérsele permitido lo que parecía negársele desde muy chiquito, cuando el pronóstico para su vida no superaba los 15 años de edad. Perdóneseme esta falta contra la laicidad que no puede explicar todo, pero la divinidad –y el propio amor de Rafa a la vida– nos ha permitido tenerlo por mucho más tiempo. A mí para gozar con él desde que organizábamos esos paseos familiares: Que el festival de Chapultepec, que “los lugares de Frida y Diego”, que las haciendas taurinas de Tlaxcala, que las Barrancas del Cobre…

Nuestros disensos son nutridos por la pasión –misma causal de uno que otro distanciamiento— más que por un disenso real. Si después de una película o de una obra de teatro no hay polémica, desperdiciaríamos una oportunidad para obtener algo más en la vida que lo que teníamos el día anterior. En los últimos tiempos hemos podido compartir nuestros acercamientos al budismo y la meditación, fuente de paciencia en estos dos años de encierro, habida cuenta de que definitivamente él tenía prohibido enfermarse: Dos trasplantes de riñón (que lo han obligado a vivir con inmunodepresores para evitar un rechazo de dicho órgano), un infarto cardíaco…

Por eso da tanto coraje que a estas alturas lo haya alcanzado el pinche coronavirus, supuestamente en su versión más débil, la del Ómicron, y con tres dosis de vacunas bien plantadas. Hoy mismo mi hermano se debate entre la vida y la muerte, en terapia intensiva. Y yo, como nunca he trabajado en una producción teatral, no sé cómo se corren las bambalinas para cambiar la escena, lo que me llena de impotencia. Supongo que él aprendió a bajar un telón, pero de lejitos. Aferrado a la vida y desprendido cada vez más de las cosas mundanas, se ha resistido una y otra vez a bajarlo. En contraste con su propia luz con la que es capaz de diseñar la iluminación de equis puesta cuando su vista está tan disminuida.

Hace unos meses Rafa reencarnó en Tololito –con todo y su bombín— para una función especial que le hizo al pequeño Francesc. Con esa misma capacidad visual –que para cualquiera parecería insuficiente— Tololito apareció un pastel de un flamazo, ¡y sin consecuencias para ninguno de los únicos siete espectadores!

Como aficionados al teatro y a la vida misma, de muchas maneras él y yo hemos incursionado en dimensiones aparentemente desconocidas del ser humano (ese umbral entre el eros y el tánatos), pero aún las tragedias que hemos atestiguado nos han dejado con la certeza de que continuamos vivos. A mí Rafa me enseñó a entender por qué la musa del teatro es la reflexión sobre la condición humana, a diferencia del cine y la música, inigualables transmisores de las emociones. 

Se podrá decir que Rafa ha vivido –y sobrevivido— para hacer lo que le gusta: el teatro de la vida. Así que yo me niego a que caiga el telón. 

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