Ciudad de México, abril 23, 2024 02:52
Opinión Francisco Ortiz Pinchetti

POR LA LIBRE/Días de guajolotes

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Era costumbre de muchas familias de clase media, entre ellas la mía, adquirir una de esas aves viva para acabar de engordarla  con maíz quebrado y alfalfa para que unas semanas después se convirtiera en un apetitoso manjar en la mesa navideña, que no es otra cosa que lo que hoy llamamos pavo al horno…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Justo por estos días de principios de diciembre, cuando las tardes se hacen más cortitas y cada vez más frías, recorrían las calles de la colonia arriando una parvada de guajolotes y pípilas. Eran personas de aspecto campesino, tocados con sombrero de palma y en ocasiones vestidos todavía de calzón blanco.  Por lo general venían desde  del estado de México, Tlaxcala o Hidalgo.

A veces desde  finales de noviembre se les veía con su “látigo” de mecate,  lo mismo por los rumbos del centro, la colonia Narvarte, la Roma o la Cuauhtémoc, donde yo vivía. Tal vez sin estar muy conscientes de ello,  la actividad de esos singulares arrieros era parte muy importante de las celebraciones navideñas en la ciudad de México, allá por los años cuarenta, cincuenta y todavía los sesenta del siglo pasado.

Y es que era costumbre de muchas familias de clase media, entre ellas la mía, adquirir viva una de esas aves para acabar de engordarla  con maíz quebrado y alfalfa para que unas semanas después se convirtiera en un apetitoso manjar en la mesa navideña, que no es otra cosa que lo que hoy llamamos pavo al horno.  Hoy podemos comprarlo congelado en cualquier supermercado, ya sea importado o nacional, pero en ese entonces habría que recurrir a determinados mercados como el de San Juan de Letrán, para encontrarlos. La otra forma era adquirirlos vivos, engordarlos y en el momento indicado darles cuello, literalmente, antes de pelarlos en agua hirviendo e invitarlos a cenar con nosotros.

Recuerdo que en casa, donde había un patio grande, mi padre mantenía al guajolote en cautiverio dentro de un corral mal armado con tela de alambre y palos viejos. Todas las mañanas se encargaba personalmente de ponerle agua en una lata de sardinas y de llenar su comedero con el maíz quebrado y ocasionalmente con algún tipo de alimento para aves, que ya se encontraba en las tiendas del rumbo.  Y, por supuesto, era él quien se cercioraba del incremento de las carnes del animal, con  vistas por supuesto a su oportuno  sacrificio.

Por cierto, leo que de acuerdo con el Gran Diccionario de Náhuatl (UNAM), la palabra guajolote proviene de “huexolote” que significa “gallo grande”. En tiempos prehispánicos, este animal era parte de las celebraciones y rituales más importantes y que, según lo dicho en 2015 por el Dr. Andrés Medina, uno de los pocos etnólogos que han investigado sobre los guajolotes en la cosmovisión pre colonial y miembro del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, “el sacrificio del guajolote era casi equivalente al sacrificio humano” en la cultura mexica.

Puede ser que tuvieran semejante antecedente, pero lo que es un hecho es que los guajolotes o  sus hembras, las pípilas, constituían uno de los pocos y principales fuentes de proteína animal en la gastronomía indígena, fundamentalmente compuesta de productos vegetales.  De cómo llegó a la mesa de los capitalinos todavía a mediados del siglo 20 es algo que francamente no me explico, porque debieron ser millares de guajolotes los sacrificados con motivos mágicos o religiosos o para saciar el hambre de los habitantes del Anáhuac.

Lo cierto es que el recuerdo de aquellos vendedores con su parvada de animales sobre el pavimento o las baldosas de los barrios de mi infancia es algo que guardo con indudable nostalgia, seguramente añorando todo lo que se vivía en esos días en torno a la cena navideña, en la que el actor principal era el escandaloso guajolote de plumaje pardo y enorme cresta colorada, con su gran “moco” colgando.  Válgame.

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