Ciudad de México, noviembre 7, 2024 23:56
Revista Digital Marzo 2023

La primavera rosa mexicana

“Porque con la historia de nuestras causas y otras estaciones a cuestas, desde esa entrañable plaza de todos le pedimos a los 11 ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que se asomen al balcón de esta primavera rosa”.

POR IVONNE MELGAR

La tarde del 9 de febrero de 1987 los jóvenes del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) llenamos el Zócalo.

Gritábamos “De…de…derogación”, en reclamo de que se cancelaran las reformas con las que se querían regular el pase automático del bachillerato a la licenciatura y establecer cuotas que, en el caso de los alumnos extranjeros, sería de 500 dólares anuales.

En lo personal, siendo salvadoreña y aun sin la nacionalidad mexicana, aquel monto significaba dejar de tajo la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), justo en el último año de la carrera de periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.

Y ahí, en la Plaza de la Constitución, en el contingente de los amigos, de la mano de Martín Beltrán, nos enteramos, en voz de maestros y acompañantes mayores, que éramos la primera generación universitaria en regresar a esa plancha donde otra había sido la suerte de los muchachos del 68.

“Esta huelga encarna el renacimiento de la Universidad, ha construido un tejido que va a ser difícil de romper”, decía el orador Imanol Ordorika.

La imagen era contundente: el Zócalo, desbordado por jóvenes que se oponían a medidas que iban en contra la universidad pública y gratuita y que, al ser promovidas por una agenda gubernamental, también vulneraban su autonomía.

Y si la fotografía de aquel despertar universitario era como para tomar previsiones, la resonancia de sus consignas debió ser una irremediable voz de alerta en Los Pinos.

Saltábamos dichosos la clásica “el que no brinque es porro”. Y en el borde de la plaza, enfilándonos hacia las puertas de Palacio Nacional, nos encontramos a Adriana Segovia, nuestra adjunta favorita con la maestra de Metodología María Luisa Castro Sariñana. Iba con Daniel Moreno. Y ahí, mientras dábamos una C, una E y una U y celebrábamos a coro el “CEU, CEU, CEU”, nos invitaron a su boda para el siguiente sábado 14 de febrero.

Terminado el mitin, nos fuimos al Metro Allende para trasladarnos hasta Chapultepec, hacia la casa de Sabrina Gómez Madrid, donde convertimos su celebración de cumpleaños en una mini asamblea, a la expectativa del Consejo Universitario del día siguiente, convocado por el rector Jorge Carpizo en el Colegio de Ingenieros Civiles para responder afirmativamente a las demandas estudiantiles.

Las crónicas de los días posteriores narraron aquellos acontecimientos como momentos inéditos: la protesta libre y bajo los códigos democráticos volvía al ruedo, pateando el trauma de la masacre de Tlatelolco.

Devorábamos con éxtasis los textos de Carlos Monsiváis para enterarnos que el diálogo político era cosa buena y que sentarse a negociar un Congreso Universitario inauguraba un nuevo tiempo, el de la posibilidad de construir acuerdos con unas autoridades universitarias que admitían así los límites de la imposición.

Y aun cuando el rector Carpizo consultó sus pasos con el gobierno de Miguel de la Madrid, a juzgar por el rumbo que tomó su dedazo en la sucesión hacia 1988, podemos sostener que en su despacho presidencial faltó entendimiento político profundo para dimensionar que aquel regreso al Zócalo no era una anécdota universitaria ni una expresión de inconformidad política aislada.

Mientras los drones de las televisoras transmitían en vivo la marea de ese color tan mexicano del que el Instituto Nacional Electoral (INE) tuvo a bien apropiarse, recordaba mi libreta plagada de garabatos cubriendo movilizaciones universitarias, aniversarios del “2 de octubre no se olvida” y un concierto promovido por el gobierno capitalino de Lupita D’Alessio con Paquita la del Barrio en octubre de 2003.

Porque 16 meses después, los universitarios volvimos a la Plaza de la Constitución para acompañar a Cuauhtémoc Cárdenas en el cierre de su campaña presidencial como candidato del Frente Democrático Nacional, ya con el apoyo de Heberto Castillo, quien como abanderado del Partido Mexicano Socialista (PMS), declinó a favor del ex priista que le abrió un boquete al sistema de partido único.

Los de la Facultad quedamos de vernos en la Plaza de la Solidaridad para comer en el Trevi: ¿Cuántos éramos?, nos preguntamos aquel sábado de junio de 1988.

A la mañana siguiente, en la portada del unomásuno del 26 de junio de aquel año, la nota de Raúl Correa reportaba que el acto multitudinario reunió, según los organizadores, más de 300 mil personas.

Y precisaba el reportero que, de acuerdo con las estimaciones de la Secretaría General de Protección y Vialidad, los asistentes al mitin de Cuauhtémoc Cárdenas habían sido entre 150 mil y 200 mil asistentes.

Eran los tiempos del regente Manuel Camacho Solís, priista en ese momento y más generoso a la hora de aplicar el ábaco con los opositores, si comparamos la cifra admitida hace 34 años con las que ahora se dieron en Palacio Nacional y en el gobierno capitalino. A menos que el Zócalo se haya encogido.

Somos esa generación que pasó la madrugada del 7 de julio de 1988 a las afueras de la Secretaría de Gobernación, quejándose de la caída del sistema, en un tiempo en el que votaban los muertos y exigíamos elecciones libres y limpias.

Con esas concentraciones indelebles en la memoria llegué este 26 de febrero al Centro Histórico, siempre de la mano de mi amor y con nuestro hijo Sebastián que, con playera rosa de maratonista, culminó ahí su entrenamiento dominical.

Mientras los drones de las televisoras transmitían en vivo la marea de ese color tan mexicano del que el Instituto Nacional Electoral (INE) tuvo a bien apropiarse, recordaba mi libreta plagada de garabatos cubriendo movilizaciones universitarias, aniversarios del “2 de octubre no se olvida” y un concierto promovido por el gobierno capitalino de Lupita D’Alessio con Paquita la del Barrio en octubre de 2003, gracias a que los editores de Gente en el periódico Reforma me regalaron el gozo de esa cobertura.

Sobre la calle peatonal de Madero, registrando el fluir de ciudadanos que desembocaron en el ombligo de asfalto de la CDMX, retumbó durante al menos cinco horas el anuncio de que “¡A eso vine, a defender al INE!”.

Y ahí donde, seguidos por cientos de miles, el presidente López Obrador forzó a cambios profundos para garantizar un sistema electoral confiable que contara “voto por voto, casilla por casilla”; donde en 2014 repudiamos la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y el 8 de marzo de 2020 confirmamos la rabia contra el Estado feminicida, esta vez nos fundimos con la defensa ciudadana al patrimonio intangible de la democracia constitucional construida por tantos.

Porque con la historia de nuestras causas y otras estaciones a cuestas, desde esa entrañable plaza de todos le pedimos a los 11 ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que se asomen al balcón de esta primavera rosa y voten en consciencia contra ese Plan B que nos pretende amnésicos y domesticados.

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