Ciudad de México, abril 27, 2024 22:14
Francisco Ortiz Pinchetti Opinión Revista Digital Diciembre 2022

POR LA LIBRE / Santa y yo

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“La chamba era sencilla: se trataba de entregar a domicilio las fotografías de los niños con Santa Clós, pero mediante un acuerdo económico que por supuesto beneficiaba más a los abusivos patrones que a nosotros los repartidores”.

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

En mi casa paterna el Santa Clós fue siempre una figura secundaria, de algún modo advenediza. Había irrumpido sin pedir permiso en el seno de una familia tradicional muy apegada a las costumbres europeas y particularmente italianas, entre las que no estaba por supuesto ni el viejo panzón con su trineo ni el arbolito de Navidad.

Mi madre, Emily, era adoradora del Nacimiento, también llamado Belén, que fervorosamente instalaba todos los años en algún rincón privilegiado de la sala. Tenía unas muy bellas figuras italianas de pasta, a la que se iban agregando cada año nuevos aditamentos de la misma procedencia: una casita, un puente, un pozo. Para su montaje utilizaba algún mueble y una serie de cajas de madera o cartón dispuestas por mi padre de tal manera que fueran la base de un paisaje montañoso cubierto de musgo verde, en cuya cubre se situaba invariablemente el portalito en el que Jesús y María, acompañados de un buey y una mula, esperaban la llegada del niño Jesús.

A pesar de ser relativamente un discriminado, la llegada a casa del Santa Clós era objeto de toda una parafernalia montada por mi padre. Eso ocurría siempre el día 24 de diciembre después de anochecer, pero antes de marcharnos a casa de mis abuelos maternos para celebrar ahí la tradicional cena navideña en compañía de tíos y primos. De pronto se apagaba la luz en toda la casa, indicio inequívoco del arribo de los trineos celestiales. El apagón duraba escasos seis, siete minutos. Al terminar, al tiempo que la luz inundaba de nuevo la casa se escuchaban las notas alegres de Jingle Bells, cantada por supuesto en inglés. Entonces la emoción llegaba al máximo, pues en la sala, junto al arbolito navideño, estaban ya nuestros juguetes.

En algún sentido paradójico, mi relación con Santa tuvo después cierta significación en mi vida. Ya adolescente yo, vino a ser protagonista de un acontecimiento singular: el primer trabajo de mi vida.

Ilustración: Dirce Hernández

Romeo y yo nos informamos del procedimiento. La chamba era sencilla: se trataba de entregar las fotografías en los domicilios aportados por los clientes, pero mediante un acuerdo económico que por supuesto beneficiaba más a los patrones que a nosotros los repartidores.

Les cuento: ansiosos de contar con algún dinero para sufragar nuestras cada día mayores gastos, mi primo Romeo Muñoz Pinchetti y yo buscamos alguna ocupación que nos significara un ingreso, así fuera efímero y menor. Dimos así con los administradores de un negocio de temporada: la comercialización de fotografías de niños junto al Santa Clós, que en realidad era un empleado más o menos gordito disfrazado con el típico traje rojo y blanco y el gorro del mismos color, con barba y bigotes postizos.

Eran personajes a menudo un poco grotescos, pero suficientemente convincentes como para emocionar a los pequeños que accedían a ser abrazados y retratarse con ellos en algún puesto de los que se instalaban en las inmediaciones de la Alameda Central, ya fuera por avenida Juárez o por Ángela Peralta, la calle lateral que pasa frente al palacio de Bellas Artes. Cada fotografía costaba 10 pesos de entonces y era entregada a domicilio unos días después, dado que en aquellos tiempos el arte inventado por Louis Daguerre requería todavía el procedimiento artesanal de revelado e impresión de las placas.

Romeo y yo nos informamos del procedimiento. La chamba era sencilla: se trataba de entregar las fotografías en los domicilios aportados por los clientes, pero mediante un acuerdo económico que por supuesto beneficiaba más a los patrones que a nosotros los repartidores.

Tuvimos que acudir a una casa de la colonia Roma, que era la sede de la empresa en cuestión. Era un avispero. Ahí podía uno escoger la zona o la ruta en entrega que más le conviniera. Claro, las mejores opciones eran las primeras en ser tomadas, de modo que había que conformarse con otras no tan atractivas. El mecanismo era este: una vez tomada su ruta, cada quien escogía las respectiva fotografías colocadas en sobres de papel manila en una caja, con la correspondiente dirección anotada al frente. Entonces cada repartidor, como nosotros, teníamos que pagar en efectivo cinco pesos por cada foto; es decir, la mitad de su precio al público. Quedaba a nuestra suerte el que la dirección fuera real y el que el cliente aceptara comprarlas. En algunos casos, además, se había ya pagado un adelanto, que naturalmente teníamos que descontar a la hora de cobrar.

Nuestra ruta inaugural me parece que fue por los rumbos de la colonia Jardín Balbuena, una colonia de clase media que no era tan mala para nuestros fines. Hicimos el recorrido en bicicleta y vivimos experiencias de todo tipo, incluida la negativa de algunos a comprar la foto, direcciones ficticias y casos en que el cliente alegó haber pagado ya la totalidad del precio. Simpático como siempre ha sido, mi querido pariente optaba por decisiones drásticas. Ante clientes mañosos que aprovechando la circunstancia de que podían ofrecer cualquier cantidad –tres, cinco pesos– so pena de que tuviéramos que quedarnos con nuestro producto, Romeo se engallaba: “¡Prefiero romperla!”, advertía, al tiempo de que hacía añicos la fotografía con todo y sobre en las narices del abusivo comprador.

Aunque efímera, nuestra primera ocupación remunerada nos sirvió más de diversión y entretenimiento que de beneficio monetario. Y esa fue mi primera –y única—relación profesional con don Santa… hasta ahora.

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