POR LA LIBRE/ El regreso de Tribilín
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Tribilín. Foto: Libre en el Sur.
Dice una leyenda guaraní que cuando alguien muere su alma se desprende y vuela a esconderse en alguna flor, en espera de un ser mágico: es entonces que aparece el colibrí y recoge las almas en las flores, para guiarlas amorosamente al Paraíso…”
A la memoria de Rebeca Castro Villalobos
POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI
Becky, mi compañera de vida durante 26 años fallecida en febrero pasado, solía referirse al asombroso colibrí como un representante o mensajero de nuestros seres queridos que han muerto y que a través de la diminuta ave nos hacen llegar consuelo, amor y alegría. Decía que el colibrí que llegaba cotidianamente al patio de la casa le traía los saludos de su querido papá, así como el mensaje de que se encontraba bien y contento. Ella había leído una leyenda prehispánica sobre esos seres increíblemente ágiles para volar, según la cual esa era su función en el Universo.
Les platico que, sin ser ornitólogo, tengo predilección por las aves. Hace varios años escribí: Me fascina observar a los pájaros y pocas cosas me son tan placenteras como ser despertado por sus trinos y cuchicheos, al amanecer. Tengo por supuesto un favorito, que por cierto no canta. Es el colibrí. Puede decirse que soy un consumado colibrifilio, aficionado práctico a esa especie prodigiosa que la Naturaleza nos regaló. No hay en el mundo un animal que me asombre igual. Basta decir que este pájaro-helicóptero de unos cuantos gramos de peso, el vertebrado más pequeño que existe, es capaz de aletear 80 veces por segundo, sostenerse en el aire o volar para adelante y para atrás –lo que ninguna otra ave puede hacer– para comprender que estamos ante un portento…
Por supuesto que mi afición por el también llamado chupamirto incluye contar en mi patio con un bebedero especial en el cual puedan alimentarse las diminutas aves que viven, anidan o merodean al menos en los árboles del parque frente al cual está el edificio en el que vivo. Lo que más me gusta de esa vivienda oscura y fría de planta baja es precisamente ese pequeño patio –en realidad un cubo de luz—que me permite tener algunas macetas con plantas y, colgado de una rama, mi llamativo bebedero para colibríes.
Y les juro que esos seres maravillosos pagan con creces mi modesta aportación de néctar –eso sí, preparado personalmente por mi conforme a una antigua y secretísima receta– para la sobrevivencia de esa especie. El chuparrosa, como también se le conoce en algunas partes de México, no sólo tiene una agilidad asombrosa para moverse en el aire, sino que es capaz de ejecutar danzas prodigiosas para deleite de quienes le observamos. Digamos que su danza no es casual. Antes pensaba que era una suerte de espectáculo que ejecuta para solaz del espectador. De pronto se sostiene en el aire por varios segundos y de pronto hace giros, saltos, recortes, quiebres, cambios vertiginosos de posición. Se acerca y se aleja, asciende y desciende, vuela boca abajo y boca arriba, esconde y muestra su plumaje tornasol en el que predomina un verde brillante.
Ahora sé que se trata de un mensajero y que esa es su forma de expresarse.
Compartí con Rebeca durante un cuarto de siglo mi afición por los colibríes. Nos gustaba ver a alguno de ellos llegar por la mañana al patio y mantenerse en el aire mientras succionaba el néctar del bebedero. Juagábamos a que siempre era el mismo, aunque seguramente se trataba de varios, sobre todo a través del tiempo. Le llamábamos Tribilín. “¡Ya vino Tribilín!”, me avisaba ella muy emocionada cuanto lo divisaba por la ventana. Una vez que mi compañera viajó a su natal Guanajuato, como era frecuente, Tribilín me hizo una extraña visita. Entró a la casa y permaneció conmigo toda la noche, primero en mi estudio y luego en la recámara. Escribí una crónica de esa anécdota, La visita del colibrí, que le dediqué a ella.
Efectivamente, el colibrí es un ave mítica. Encontré tres diferentes leyendas sobre él. Una guaraní, una maya y una mexica. Aunque difieren sobre su origen mágico, coinciden de manera asombrosa en el papel que juegan, en la Naturaleza y en la vida.
Cuenta una leyenda guaraní́ que la muerte no es el final de la vida, pues el hombre al morir, abandona el cuerpo en la Tierra pero el alma continúa su existencia. Dice también que el alma se desprende y vuela a esconderse en alguna flor, a la espera de un mágico ser. Entonces es cuando aparece el mainimbú (nombre guaraní́ del colibrí́) y recoge las almas en las flores, para guiarlas amorosamente al Paraíso. Esta es la razón de que vuela de flor en flor. “Deja que te lleve a ti los buenos deseos de aquellos que te aman”.
La leyenda maya asegura que si te encuentras con esta ave es porque alguien seguramente te manda buenos deseos, noticias gratas y amor. “Si alguien te desea un bien, él te trae el deseo”, dice. Y viceversa: “Si un colibrí vuela alrededor de tu cabeza, no lo toques: él tomará tu deseo y lo llevará a los otros. Piensa bien y desea cosas buenas para todos. Por algo pasa el colibrí por tu camino…”
A su vez, la leyenda mexica cuenta que el colibrí lleva de aquí para allá los pensamientos de los hombres y no solo de los vivos: también de las almas de nuestros seres queridos que están en el más allá, ya que es el único ser, según decían los mesoamericanos, que nunca moría y podía entrar y salir del inframundo o Mictlán.
Hace dos meses que Tribilín dejó de venir a nuestro patio. La tristeza me hizo olvidar el bebedero durante algún tiempo. Cuando volví a preparar el néctar, sin embargo, nuestro colibrí no aparecía. Ante mi desconsuelo pasaban los días. Tres, cuatro semanas quizá. Hasta que una mañanita soleada de este abril, hace un par de días apenas, escuché su inconfundible chirridito. Salí apresurado al patio y me topé con Tribilín, que se me plantó de frente, sostenido en el aire, para luego hacer algunos de sus giros y ascender vertiginosamente hacia el cielo. Por primera vez en mi vida experimenté eso de que te da un vuelco el corazón. El mensaje fue inequívoco. Mi Becky está bien, en paz y contenta.