Ciudad de México, noviembre 21, 2024 16:49
Francisco Ortiz Pinchetti Opinión

POR LA LIBRE / La nogada

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En la casa paterna, el ritual de los chiles en nogada empezada días antes, con la compra de los ingredientes, que por supuesto tenían que ser genuinos y de primera calidad.

Muchos años después retomé en pequeña escala tan entrañable tradición, que compartí con Becky, mi inolvidable compañera; nuestra primera experiencia, sin embargo, fue un desastre…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Desde que me acuerdo, en mi casa paterna agosto era sinónimo de chiles en nogada. Mi madre los preparaba cada año y por única vez. Usaba una receta poblana, muy probablemente heredada de  su madre, mi abuela, cuya familia provenía de la Angelópolis.  

El ritual empezada días antes, con la compra de los ingredientes, que por supuesto tenían que ser genuinos. Era en esta etapa donde intervenía mi padre. Sólo en esa etapa: la de llevar a Emily al mercado de San Juan para adquirir ahí las nueces de castilla frescas, los chiles poblanos, las manzanas panocheras, las peras de leche, los duraznos criollos, el acitrón, las almendras, las pasitas y el queso de cabra.  También la carne molida: mitad de res, mitad de cerdo.

Desde la víspera había que partir las nueces para sacar su parte carnosa, que se ponía toda una noche a remojar para ablandar su cascarilla café. Al día siguiente la tarea de pelarlas era dirigida por mi madre en persona y en ella participaban las dos muchachas de la casa, mi hermana Margarita y a veces yo.  Recuerdo los trozos de nuez blanquísimos (No pocas veces sucumbí al antojo y a hurtadillas me engullí dos a o tres, lo confieso).  Eso sí, quedaba uno adolorido de las uñas.

Preparar por un lado el relleno, por otro tostar y pelar los chiles y por otro más preparar la nogada propiamente dicha, era una labor que ocupaba no sólo todo el día, sino toda la cocina de la casa. Conforme a su receta, Emily acostumbraba para colmo capear los chiles una vez rellenos con el picadillo aderezado con las frutas, lo que implicaba otra engorrosa actividad más. Además, ella no preparaba cuatro ni seis ni diez chiles. Generalmente eran alrededor de 30, tal vez 36. Tres docenas.

El momento culminante era cuando se colocaba sobre la mesa previamente engalanada, con la vajilla de las grandes celebraciones, los platones pletóricos de chiles bañados con una salsa espesa de color ligeramente crema y salpicados por los granos de la granada y perejil picado…

Y luego, el agasajo.

Don José, mi padre, y mis hermanos mayores, se despachaban ¡cuatro o cinco chiles cada uno! Yo, de chico, sólo podía con uno, acaso dos. Conforme fui creciendo mi dotación fue en aumento, hasta igualar la marca de los grandes y aún superarla.

La clave, por supuesto, estaba en la calidad y la cantidad de nuez. La nogada debía saber a nogada, no a crema ni a queso.  Los chiles se servían en frío, a temperatura ambiente. Se valía sopear la salsa sobrante en el plato con un trozo de bolillo, que para tal efecto se colocaba en la propia mesa una charola con pan.  

Al correr el tiempo, la tradición de los chiles en nogada, hoy tan infamemente adulterada, sobrevivió en nuestra familia. Al faltar mi madre, fue Margarita mi hermana querida la que tomó la batuta para continuar la tradición con el mismo rigor y la misma receta y el mismo, exquisito resultado. Hay registro de que en una ocasión preparó más de cincuenta chiles, que por supuesto se agotaron.

Muchos años después retomé en pequeña escala tan entrañable tradición, que compartí con Becky, mi inolvidable compañera; nuestra primera experiencia, sin embargo, fue un desastre. Se me ocurrió a mí –confieso mi culpa– basarnos en una antigua receta contenida el Nuevo Cocinero Mejicano, un recetario publicado en París en 1882; pero descuidamos un dato esencial: repasar primero el glosario de ingredientes y medidas. Sin ninguna lógica usamos vinagre en la mezcla esencial.  También demasiada leche. Y aunque el relleno para los chiles quedó francamente espléndido, el resultado final fue lamentable, pues en realidad echamos a perder la salsa.

No nos amilanamos, por fortuna. Acudí a mi hermana Margarita para que me compartiera la receta original y al año siguiente el segundo intentó fue portentoso. Y de ahí en adelante, año con año Becky y yo preparábamos los chiles en nogada, cada vez con mejores resultados. Para ella se convirtió en una ilusión, que se cumplía anualmente. Siempre procurábamos hacerlos en agosto, cunado más a principios de septiembre. Hasta que la pandemia interrumpió nuestra tradición…

La reanudamos el año pasado. Escogimos además la mera fecha en que supuestamente y según la leyenda fueron preparados por primera vez en Puebla en honor de Agustín de Iturbide: el 28 de agosto, día de San Agustín. Esa vez aumentamos la cantidad de nuez (que comprábamos ya pelada, con una marchanta que la vende afuera del mercado de Portales, a la que se la encargábamos desde días antes). Invitamos a mis hijos y a mi nieta. Becky lo disfrutó mucho, tanto durante la elaboración como por el sabor y la compañía. Quedó exquisita. Como nunca. Fue esa la última vez. Válgame.

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