Ciudad de México, mayo 8, 2024 17:53
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Mi mamá

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Las dificultades económicas hacían caminar a mi mamá cada vez más rápido. Así la recuerdo, perfectamente, las muchas veces que la vi alejarse por el andador a tomar el pesero.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Elena Pardo Sánchez es mi mamá. Aunque su verdadero nombre suele abreviarlo en los trámites con una “p” y una “s” porque de plano no cabe en los espacios asignados. Del Perpetuo Socorro, que es además el nombre de la Virgen con que fue bautizada mi abuela, que nació en Cozumel. El gobierno español le dejó solo el “Elena” cuando le concedió la nacionalidad hace 12 años. “No podemos ponerle tres nombres”, alegaron en el consulado.

Me gusta contar que un día descubrí, justo en Cozumel, que fue el 26 de mayo de 1946, día del nacimiento de mi mamá, cuando fue bendecida la primera iglesia que hubo en la paradisiaca isla. Mi abuelita, ya en Ciudad de México no sé si felizmente pero sí casada, ni se enteró.

Como la fecha lo indica, mayo es el mes de mi mamá, un día de todas las madres y el otro de “su día”, el que realmente le importa por ser más original.

Mi mamá tuvo una infancia dura. Sus padres tuvieron que estirar el presupuesto con la creatividad que implica la manutención de seis hijos, lejos de las mieles de la opulencia y frente a la fatídica desigualdad social, tal como se la han tenido que ver millones de familias en este país. Siendo ella la mayor, la pusieron a cargo de sus hermanos, uno a uno según iban naciendo. Le encargaban ir por el mandado y aprendió –no sin regaños de la autoridad materna— lo que valía cada quinto, ahorrar y ser mesurada en gastos. Si bien es cierto que eso nunca le ha impedido disfrutar de un buen helado.

Tal era la precariedad familiar en su niñez, que se cuenta como anécdota chusca que cuando llegaban los biscochos para la merienda, mi mamá mordía rápidamente una dona para “apartarla”.

Elena es la mayor de entre más de treinta primos-hermanos. Cuando jovencita, acudía cada semana a la casa de sus abuelos paternos, en la colonia Santa María La Ribera, donde podía disfrutar cosas que en su casa no había. Consentida de su tía Sarita, que la tomó como una hija, mi madre tuvo que soportar su prematura muerte, en 1968. Con el dolor encima fue al altar y al mes y días le dieron un balazo a mi padre en los sucesos del 2 de octubre en Tlatelolco. Yo ya era una semilla en su vientre.   

Con admirable empeño, Elena sacrificó su desarrollo profesional y abandonó su sueño de ser maestra de primaria, para lo que había estudiado, e ir a buscar proveedores en Taxco, Iguala y el Centro Histórico para adquirir joyería y luego venderla en las oficinas, a donde se colaba con especial destreza. Cuando la acompañaba me dejaba impactado su talento para la venta, aunque luego tenía que padecer el cinismo de los clientes que abusaban de que les daba crédito y simplemente le decían: “Ya me lo gasté, hubiera venido antes; ahora le doy la otra quincena”.

Siempre viajó en Metro, en peseros, mientras aportaba la parte principal de manutención de sus dos hijos, ya separada de mi papá. Así pudimos estudiar en escuelas privadas, lo que para mi mamá era prioritario por el bajo nivel que presentaba ya la educación pública, con excepciones. Pienso que no le sería nada fácil a ella escuchar de mi voz que mis compañeros del Colegio Madrid solían vivir de otra forma. Algunos me invitaban a sus “casotas”, como yo decía. Así que cada año, en mi cumpleaños, me daba un regalo especial: unos tenis Adidas comprados en la tienda Martí de Perisur, una pequeña pero significativa aportación para reducir la brecha social prevaleciente en mi entorno.  

Las dificultades económicas la hacían caminar cada vez más rápido. Así la recuerdo, perfectamente, las muchas veces que la vi alejarse por el andador a tomar el pesero. Aprendí de ella que el dinero honesto se gana con esfuerzo, claro, pero también que una vida sencilla exalta cosas tan esenciales como salir a jugar en la calle o en un parque vestido con una simple playera, un pantalón parchado y de “brinca charcos”, sin la necesidad de tener juguetes caros. Y que la generosidad con los que no tienen es muy importante. Hoy va despacito pero tal vez su tenacidad y amor por la vida es más demostrable que nunca, enferma de un padecimiento crónico pero manteniendo su autosuficiencia para entrar a la iglesia o ir por ese heladito.

El recuerdo más lejano que tengo de ella es que yo, muy pequeño, recibía su tierna entonación de canciones de cuna. También que me leía. Más tarde, que nos despertaba por las mañanas para ir a la escuela con el programa radiofónico Batas, pijamas y pantuflas, como conté alguna vez por aquí. Mi solitaria adolescencia nos hizo distanciarnos cuando me iba a ahogar penas tempranas en el café. Luego mis aires de rebeldía rocanrolera agitaron hasta que un día, cuando yo ya trabajaba y había terminado la licenciatura, me fui de la casa. Sé lo duro que fue para ella.

Unos años más tarde caí en el diván, ese extraño espacio donde se extrapolan los desencuentros para luego entender y perdonar. Hablar, aclarar, sanar. Y así han pasado los años con sus estiras y sus aflojas. Pero hoy conozco mejor la forma en que mi mamá me ha dado su amor, algo que vive en mí todos los días, tristes o alegres. Me lo dijo hace muy poco una amiga, que se ha vuelto entrañable por su solidaridad y su cariño, cuando se lo conté. Mi mamá fue y es admirable.       

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