POR LA LIBRE/ Día de campo en Chapultepec
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Foto: especial.
Por supuesto que entre otras cosas sufrí un ataque de nostalgia inevitable, al recordar otros muchos días de campo que por muy diversas razones resultaron inolvidables. Y me remonté prácticamente hasta mi infancia, cuando el Día de Campo era toda una institución familiar…”
POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI
Y así fue que casi sin pensarlo decidimos asumir la sugerencia de mi hija Laura Elena, tomamos la canasta, pasamos por un pollo rostizado y nos lanzamos de día de campo al nuevo Chapultepec. Fue un acierto. Y todo un descubrimiento. En esa, la segunda sección del bosque, como formalmente se conoce, hay espacio de sobra para acampar. A pesar de estar en remodelación todavía y de no haber acceso al lago, existen áreas arboladas muy gratas, donde se puede disfrutar la naturaleza sin aglomeraciones ni tráfico intenso. Nuestro paseo ocurrió además justo al arribo de la primavera, lo cual le dio un toque adicional, con clima templado y sol brillante.
Por supuesto que entre otras cosas sufrí un ataque de nostalgia inevitable, al recordar otros muchos días de campo que por diversas razones resultaron inolvidables. Y me remonté prácticamente hasta mi infancia, cuando el Día de Campo era toda una institución familiar, mitad costumbre y mitad rito, siempre comandada por mi padre, don José, que disponía tiempos, modos y lugares de cada paseo, con la entendible condición de que se trataba de evadir lo más posible cualquier otra presencia humana en el entorno. “Hay gente”, argumentaba para desechar implacablemente los parajes en los que ya alguna otra familia se nos había adelantado. “Hay gente”, repetía mientras aceleraba la marcha del auto.
Le hablo de los años cincuentas y sesentas del siglo pasado. Casi siempre nuestros días de campo se realizaban en las inmediaciones de Las Truchas, como don José llamaba coloquialmente al centro piscícola de El Zarco, en la salida a Toluca. O en los llanos de La Marquesa, un poco más adelante. Por supuesto, otro destino era el Desierto de los Leones, al que a veces accedíamos por el entonces pintoresco camino que sale de San Ángel.
También íbamos a veces por la vieja carretera a Cuernavaca, donde había un viejito campesino que rentaba mesas hechas con troncos. Y, con más frecuencia, al que llamábamos “bosque de la China”, cercano a los manantiales de Xochimilco. Y eventualmente, llegábamos hasta el rancho El Batán, adelante de Texcoco, donde gozábamos de una arboleda sin tener que compartirla con ningún otro mortal.
En aquellos tiempos era impensable un día de campo en Chapultepec. Eso habría sido sumarnos a “la plebe”, como entonces definían los clasemedieros al populacho. Además, sólo era accesible el que conocemos ahora como viejo Chapultepec, porque la segunda sección no se había abierto al público todavía. Eso hacía que el paseo favorito de los capitalinos se viera absolutamente saturado, sobre todo en los fines de semana. Imposible.
Por aquellos años no existían las sofisticadas canastas para picnic, como dicen los gringos, que contienen platos, cubiertos, vasos y todo lo necesario para armar una mesa completa en pleno campo. Mis padres usaban una canasta típica, de las que se ya casi nadie emplea para ir al mercado por el mandado, en la que colocaban los utensilios necesarios.
Mi padre tenía una magnífica estufita que funcionaba con gasolina blanca. Era una de esas de marca Coleman, desechos de la guerra, que se vendían como otros artículos para campismo en tiendas especializadas, como tiendas de campaña, cantimploras, cuerdas, arnés, hieleras, sleeping bags. Esa estufita tenía variados usos. Con la ayuda de un comal, servía para calentar las tortillas. Eventualmente, se calentaban con ella algunos alimentos. Y al final de la comida, mis padres no perdonaban un cafecito, aunque fuera Nescafé, para lo cual calentaban el agua con el mismo aparato, que además era muy compacto y portable.
De comida, lo más común era el pollo rostizado, que ya entonces comprábamos en Pollos Río de la avenida Melchor Ocampo (hoy Circuito Interior). Cuando la excursión era por los rumbos de Xochimilco o Cuernavaca, el platillo favorito era la barbacoa del restaurante Arroyo, en avenida de los Insurgentes Sur, que incluía tortillas del comal recién hechas y salsa borracha.
Y si era en Texcoco, entonces era en el mercado de esta población donde mi padre compraba una buena pieza de barbacoa luego de pasar por una tienda, de esas típicas de pueblo en las que hay de todo, en la que sin faltar se tomaba un tequila como aperitivo. También le gustaban los charalitos o carpas en hoja de elote. Ocasionalmente también compraba pulque, curado o blanco según el caso, para acompañar la comida.
La salida del día de campo implicaba una serie de acciones previas en la casa, por supuesto. Había que dar de comer a los gatos, limpiar la jaula de Laredo, mi loro, cerrar bien las puertas y ventanas y subir todo lo necesario al viejo Plymouth azul, primero, y tiempo después a un flamante Chrysler café que fue nuestro orgullo familiar durante muchos años. Mi madre se ocupaba de disponer todo lo necesario en la canasta, incluido por supuesto un buen mantel y algún postre fácil de llevar, como un ate de membrillo o unas gelatinas de mandarina. Nuestro paseo incluía una agradable aunque aburrida sobremesa, que yo evadía emprendiendo aventuras imaginarias entre los árboles, las veredas y los hormigueros del campo.
Todos esos recuerdos me vinieron en cascada mientras hace unos días disfrutaba en serio un inolvidable día de campo en Chapultepec. Válgame.