EN AMORES CON LA MORENA / Bardo budista
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Foto: Moisés Pablo / Cuartoscuro
¿Qué tienen en común la película Bardo de González Iñárritu, la marcha de la democracia, Luis Buñuel y el budismo?
Hoy que estás espléndida y que todo lo iluminas, demos un paseo. Vuelta por el universo…
Gustavo Cerati.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Imaginemos un cerco formado por palos, de esos que hay en las granjas rurales o las huertas urbanas. En una de las acepciones de la Real Academia Española, ese bardo puede tener espinas, es de suponerse que más para alejar a los animales que a los delincuentes, pues por la baja altura de la cerca cualquier persona de mediana estatura la podría brincar. Hay un chavo impávido detrás de uno de esos cercos, en la Cerrada de Félix Cuevas, donde vivía Luis Buñuel. El joven mira pasar el tranvía de la ilusión por el carril del trolebús, donde viaja Lilia Prado y Mantequilla y una mujer que carga una cabeza de puerco. Finalmente cierra los ojos apretándolos como para aclarar la vista con un lagrimeo; da tres pasos atrás para tomar vuelo y corre hacia el frente brincando la cerca onírica. Solo uno más viene tras él y brinca. Y luego otro; y otro más. Van formando una multitud en el Eje 7 Sur. Mientras, desde algún departamento surge el sonido de Let’s Dance, de David Bowie, que va subiendo de volumen conforme la masa comienza a caminar rápidamente en un solo plano secuencia desde allí hasta la Avenida de los Insurgentes y luego a la derecha, hasta el Paseo de la Reforma.
Para Luis Buñuel, sin embargo, ni las puertas abiertas de par en par permiten la salida de los invitados a la fiesta en una casona de época. En El Ángel Exterminador los apegos de una pequeña burguesía provocan el miedo a ver más allá de esos muros. Algo parecido sucede a miembros de diversos sectores medios mexicanos que suelen abstraerse en un indiviudalismo que no quiere ver. Lo peor es que son ellos mismos los que padecen el miedo a la estigmatización (que también es apego); y de muy diversas maneras. Por eso los calificativos del presidente López Obrador han tenido como efecto el inmovilismo de unos o la negación –como Pedro— del sacrificio democrático de los antepasados.
Contrariamente a lo que sucede en Europa, donde nada pasa si alguien elige cualquier camino sin pasar por el purgatorio, la historia de nuestros países surca terrenos fértiles al autoritarismo a través de la satanización de determinados signos ideológicos que se confunden a propósito en geometrías políticas engañosas usadas por populistas que se autodefinen de “izquierda” para perderse en su propia arrogancia demagógica de la defensa del “pueblo” o de los “pobres”; y terminan en el militarismo… o en la nada. Y muchos se inhiben o se intimidan ante tales expresiones denostativas. Sí: El miedo a la estigmatización, a ser señalado como incorrecto: un derechoso cabrón. El bardo imaginario, una trampa. Ni son “fifís” ni son “conservadores” (mucho menos “aspiracionistas”), cualquiera que sea la definición de las palabrejas reinventadas al modo de quien vive en un palacio virreinal. Como si esas etiquetas sociales describieran de veras a una persona y no su grado de generosidad o compasión. El asunto es que aquella inhibición niega la posibilidad de coexistencia de otras formas de pensar en democracia y se pone al servicio de ese autoritarismo.
Pienso entonces en el Bardo de Alejandro González Iñárritu, esa confusión de lo que somos, nuestras contradicciones en nuestro laberinto, donde las palabras se funden en las realidades para tornarse huecas y sin sentido, mientras la tragedia acecha a la patria sin que los estigmatizados traspasen la barrera. Una cerca incompleta de un malecón con farolas por donde caminan los familiares de un auto exiliado que los convoca a volver atrás. La senda que se vuelve a pisar a contracorriente de Antonio Machado, bardo también él, porque otra acepción de la RAE es la del poeta.
¿Cuántas cosas tenían que pasar para que los temerosos cruzaran el bardo? Al final solo una, que parece milagrosa a la vez que obvia (y por tanto ociosa): la defensa del INE, que en realidad no es una causa política sino el detonante de las emociones escondidas que al fin se descubren en una marcha impresionante por el Paseo de la Reforma, avenida que, paradójicamente, tiene sus propios bardos laterales, como los de un malecón con sus farolas.
Al alertarnos de Bardo, el propio Iñárritu nos revela la semejanza de sus personajes con las motivaciones intrínsecas, no racionales y por tanto no políticas, de los cientos de miles de las más diversas expresiones que acudieron el domingo 13 a una fiesta cívica –no a una protesta– cantando las consignas en defensa de la democracia mexicana. El ganador del Oscar desalienta de paso a los aficionados al “cine social” y los reta a desnudarse emocionalmente.
“Es una película en donde no hay nada que entender. Si entras con el piloto automático de demandar lógica, razón, verdad, cronología, estructura, te vas a pelear con la película. Invito que la gente desconecte esa parte racional, que no vaya con la mente que piensa, sino con la mente que sabe, con el corazón”, explicó el cineasta en una entrevista con Reforma.
¿Da la sociología para entender lo que pasó el domingo 13 en la marcha rosada? Yo digo que no; es más efectivo para el entendimiento humano caminar como Silverio Gama, después de descubrir a un Bowie tránsfuga entre la multitud y saborear un cargadito en el Café La Habana, por otro “paseo”, el de Bucareli, este solitario y silencioso la misma tarde, la nostalgia a flor de piel ante edificios de viviendas –monumentales y centenarios— que han sido restaurados y embellecidos. Sin necesidad de ir esquivando cuerpos inertes pero con la capacidad de conmoverse frente a las cruces que tienen fotografías de niños a la altura del Palacio de Covián.
Bardo en tibetano quiere decir literalmente “estado de transición”, que tiene por interpretación más conocida en el budismo el que se produce en el proceso de la muerte de un individuo. Sorpréndanse: equivale a un estado de elección o juicio personal derivado de su propio karma que –paradójicamente— es algo no consciente, aunque sí movido por las creencias personales de cada individuo. Todo eso, como se lee, cabe en el psicoanálisis, la ciencia occidental, las religiones diversas; en el surrealismo de Buñuel y en la peli metafísica de González Iñárritu; y, sobre todo, en la democracia, que es el lugar de todos, sin excepción.